30.8.07

Tiempo de volver

A Juan Floriani


Procurando instaurar nombres, obras, fragmentos de nuestra historia cultural y artística, fortaleciendo la memoria de los riocuartenses, Temas económicos dedica esta sección a Juan Armando Floriani (1924-2006)

“Es un auténtico cuentista. Conoce todos los secretos de su oficio. Maneja los hilos invisibles que mueven a los protagonistas de sus relatos con extrema habilidad.” Publicó el Diario ¨Los Principios¨ de Córdoba, y es que Juan A. Floriani vivía largo tiempo con los personajes de sus cuentos;

dormían, se levantan, se preparaban el desayuno y luego salían juntos hacia el nuevo día. Juan los vigilaba todo el tiempo, observaba desde la ropa que usaban hasta la forma de tomar la cucharita y revolver el café; de ese modo el autor se insertaba, se enredaba, formaba parte natural de sus narraciones. Porque, ¨¿qué escritor no se apoya en experiencias personales para construir una ficción?,¨ se preguntó una vez Guillermo Saccomanno.

Juan Floriani nació en Río Cuarto el 29 de octubre de 1924, y fue en esencia escritor. Cuando tenía apenas dieciséis años, una revista porteña le publicó su cuento ¨Tierra¨. Desde entonces nunca dejó de escribir, y aunque murió un 12 de agosto, recién cumplidos los ochenta y dos, no dejó una cuantiosa producción. Acaso porque muy pocos, o casi nadie del interior de Argentina, pueden dedicarse por completo a la literatura. Juan dividió su tiempo entre el oficio de cuentista y el de viajante. Recorría una amplia zona del País vendiendo libros, quizás por esa relación cercana con ellos, por esa voracidad irrefrenable de letras que lo empujó a leer con avidez desde los 8 años, o porque sabía que para escribir hay que ser un gran lector, aunque sabía también que se debe andar, vislumbrar otros terrenos, otras realidades.

Alfredo Arfini, comentarista del Diario ¨La Capital¨, de Rosario, dijo de su obra: “Estos cuentos están imbuidos de una especial atmósfera que nos atrevemos a definir como mágica sugerencia estética...¨ Floriani creaba esas atmósferas habitando cada voz, cada silencio, cada rincón. Cuando los vientos de mayo arrasaban con las hojas de los árboles y las hacían caer bronceadas, crocantes sobre las veredas de la ciudad, Juan las aplastaba, en cada paso las fracturaba, las desmenuzaba, sólo por descubrir un sonido particular, un crujido mágico para definir el espacio de algún cuento otoñal.

Así articuló su vida, viajante, lector, escritor, padre de Rosalía y Jorge Floriani, enamorado infinito de su segunda mujer, la poeta Susana Michelotti. Dice Omar Isaguirre, a quien agradezco la información bibliográfica, que ¨Susana murió en el tiempo de los vientos, octubre del 97¨, y desde ese vendaval, el cuentista afrontó una desolación anunciada en los últimos versos del poema ¨A Juan¨ escrito por Susana: ¨Bebí ese rojo vino del amor que derramas./ Y cuando yo no sea sino sólo distancia/ estarás en mi sombra, cantando la alegría¨.

Quizás, en la Plaza Roca, muchas personas se hayan cruzado con un hombrecito de gruesos anteojos, de andar lento, con los brazos hacia atrás, ambas manos tomadas en la espalda. Quizás muchas personas recuerden esa imagen aunque muy pocos hayan sabido de su nombre, de su actividad en la Sociedad Argentina de Escritores, de sus más de ochenta cuentos, poesías, obras para cine y teatro, novela, colaboraciones en diarios y revistas, de sus conferencias; y es que Juan Floriani fue un escritor del interior, un hombre de Río Cuarto.

De su novela ¨Urdimbre¨, publicada en el año 2003, después de muchas idas y venidas, por la Imprenta de la Municipalidad de Río Cuarto, me quedo con el último párrafo: ¨Cruzo las manos sobre el pecho y extiendo cuanto puedo mi cuerpo, con los pies juntos. ¿Así yaceré un día? Ojalá no tarde. En ocasiones he pensado en apresurar voluntariamente mi fin. No descarto hacerlo. Es posible que entonces me reúna en algún lugar con Leonor, aunque mi incredulidad rechaza ese posible albur. De lo que sí no tengo dudas es de que arribaré al silencio definitivo, al total olvido.¨El misterio de la muerte me permite fantasear con un Juan que, en alguna región remota y sentado junto a Leonor, indaga sobre rima o ritmo, sobre brevedad e intensidad en el cuento, sobre esa magia abrazada a lo cotidiano. Fervores mortales-fervores inmortales que seguirán impregnando de resplandor a las palabras.

Ana Plenasio -Nota publicada en ¨Temas económicos¨ FCE de la UNRC, setiembre 2007

lo que faltaba ....


Acá sigue

15.8.07

URDIMBRE - Novela de Juan Floriani - 1ra. parte

Imprenta Municipalidad de Río Cuarto (2003)

Fragmento 1

Por la ventana abierta penetra un rayo de sol. Me muevo con lentitud, haciendo crujir mi vieja cama. Como es habitual he dormido mal, a los tirones. Una frustrante sucesión de cortos períodos bendecidos por la fuga que representa el sueño, plano, sin imágenes, y la vigilia, donde me abruman certezas imposibles de eludir.
He yacido sobre las sábanas arrugadas, un poco sucias.
Estiro una mano y tomo el reloj de pulsera reposante en la mesa de luz. Observo los minuteros: las seis. Suspirando, lo coloco en la muñeca.
Se afirma el dolor de cintura. Me siento lentamente al borde del lecho, apoyando con cuidado los pies en el frescor estimulante de los mosaicos. Intento pararme. Recién la segunda vez lo consigo. Tengo los músculos endurecidos.

El silencio agobia mis hombros. Me acerco despacio a la ventana y contemplo el verdor del patio con el césped algo crecido y la mancha roja creada por la enredadera adherida a la pared del fondo. El rosal de al lado alardea con la blanca plenitud de sus capullos.
Respiro hondo, procurando purificar mis pulmones. La limpieza del aire tempranero ayuda a desatar mis nudos interiores. Flexiono lo dedos de las manos, consciente nuevamente de ese pequeño milagro repetido de continuo, parte del renovado germinar de mi cuerpo que aún lo hace día a día indiferente- en apariencia- a penas y renuncios.
El sol va creciendo. Ocupa un ángulo del terreno. Será sin duda otra jornada calurosa. Natural: Transcurre enero de este 2002 capicúa, portador de sombras y espanto. Sí, sombras y espanto, aunque la calificación parezca dura.
Voy al baño a higienizarme. Orino. Me cuesta un poco. Luego la micción se regulariza... La rutina de mis órganos poco a poco va cediendo en su habitualidad. La penumbra del tiempo se apodera cada vez más de mi cuerpo. Penumbra impregnada de melancolía. Una melancolía resignada ya a las permanentes concesiones, a la admisión de límites estrechándose sin cesar.
Desde la calle llega el rumor de motores, alguna voz saludadora. Mi casa, pequeña, está abierta a todos los sonidos. Esto me reconforta. Atempera un poco mi soledad.
Vuelvo al dormitorio y torno a recostarme. Intento dormitar. Sin éxito. Coloco entonces un disco compacto en el reproductor y los primeros acordes del concierto para piano de Tchikovsky empapan de hermosura la luz de la mañana. Cerrando los ojos, dejo que la música me lleve. Pienso en Leonor. Siento, suave, su aliento. El piano sigue creando magia, acompañado por los otros instrumentos. Cuando se apagan los postreros compases reabro los ojos. Leonor se aleja. Durante el transcurso del día retornará muchas veces.
Es inútil seguir acostado. Consulto de nuevo al reloj: las siete y cuarto. Con la misma lentitud de hace un rato vuelvo a levantarme. Me pongo un short y, calzando unas zapatillas, el torso desnudo, voy hasta la cocina. Allí saco del armario una taza y un platillo, busco una cucharita y mezclo leche en polvo con café soluble para preparar mi desayuno. Hiervo agua. Cuando la pava deja escapar su vapor lleno la taza, busco unos grisines y me siento a la mesa. Sorbo el líquido fragante, mastico con cuidado. Tomo luego los medicamentos. Después lavo cuidadosamente la vajilla y la guardo en su lugar. Han caído algunas migas en el piso. Las barro. Enciendo el televisor y veo un noticioso. No son alentadoras las noticias. El país se tambalea, tropieza en su andar, como aquejado por una precoz vejez. ¿Qué somos los argentinos, qué nos pasa? ¿Por qué hay tanta distancia entre la exuberancia de nuestra geografía y la crónica mezquindad de nuestras actitudes? Entiendo muy poco de política. Nunca me interesó. Apenas si me limité a cumplir con la obligación del voto y a formular entre amigos los lugares comunes habituales cuando nos referíamos al tema. Ahora, cumplidos ya los setenta, ni me molesto en concurrir a los comicios. ¿Error, irresponsabilidad, falta e conciencia cívica? Un poco de cada cosa, seguro. En fin...
Debo ir al centro. Lo haré enseguida, para evitar en lo posible el impiadoso rigor de la temperatura. Me enfundo un pantalón liviano y manoteo una camisa de mangas cortas. Calzo unos mocasines sin ponerme medias. Pude haberlo hecho de entrada. ¿Para qué el short, las zapatillas? Estupideces. ¿Acaso mi vida no ha sido una casi continua reiteración de ellas? Es un poco tarde para arrepentirme. ¡Bah! Paso rápido el peine por mis cabellos raleados. Apenas si me fijo en mi rostro reflejado en el espejo. ¿Para qué? Lo conozco demasiado, por desgracia. Me pongo un poco de colonia. Evitemos el olor a chivo, me digo, sonriendo apenas. Introduzco en un bolsillo mi cédula de identidad, unos billetes y dos abonos del transporte.
Salgo. Cierro con doble vuelta de llave la puerta exterior. El cemento de la calle comienza a sudar calor. Al fondo se bambolea pesadamente el armatoste del colectivo.


Fragmento 2

-¿Te seguís llevando mal con tu viejo, Lucio?
- Cada vez peor.
- Perdoná que me meta en tus cosas, pero me parece una macana. Sos el único hijo varón, el preferido de tu madre. Y ella está embromada.
- Las cosas se dan así, macho. Mi padre ha sido y es un hijo de puta. Incurable. Lo aguanté por años. Ahora, se acabó. Lo lamento por mamá, que ha sido siempre una víctima de sus cretinadas.
- Pero...
- Entiendo tus buenas intenciones, Raúl, pero no hay nada que hacer. Nunca más pondré un pie en su casa. Finis. En el último negocio que quise emprender me escupió el asado sin asco. ¡Negarme una garantía para el banco! ¿Qué le costaba? Nada. Lo hizo sólo por su mala leche. ¿Puede irse a la mismísima mierda!
- El mío es distinto, por suerte.
- ¡Claro que es diferente! Casi todos los padres son como el tuyo. Pero este podrido es bien especial. Seguro que rompieron el molde después de hacerlo.
- ¿No le habrás hecho macanas y ello explicaría su actitud?
- No, podés estar seguro. Hice algunas pavadas, como cualquier muchacho. Pero nada grave. Ocurre que nunca le hice caso. Siempre quise usar mi zabeca, pensar por mi mismo, vivir mis propias experiencias. Tengo una visión muy distinta de cómo se deben hacer negocios. Pertenecemos, claro, a épocas muy diferentes. El todavía está en el tiempo cuando los pedos se tiraban con honda. Sí así es, no te riás. Hoy, ya sabés, hay que moverse rápido y tener estómago para todo. Hincha a toda hora con sus “principios”. ¡Quisiera saber si fue siempre tan ético! En los negocios lo único importante son los resultados, el éxito, evitando que te pasen por arriba, pisoteándote. Si los demás se embroman, paciencia. Hubieran sido más vivos.
- No seás tan terminante. Tu viejo no está equivocado. La moral aún existe. Por lo menos eso creo...
- ¡Vaya, resulta que también sos mentalmente viejo! Despabilate, hermano. De lo contrario, y teniendo en cuenta cómo andan las cosas en este jodido país, tus posibilidades son escasas.
- Cada uno es como es.
- No digás sonseras. Cada uno es como quiere ser, como sea capaz de ejercer su voluntad. En resumen: si tiene huevos o no.
- Chau, Lucio, chau. Otro día la seguimos. Pero nunca me vas a convencer.
- Peor para vos, entonces. Y te sugiero una cosa: no me perdás de vista. Vas a ver hasta dónde llego.
- Prometo seguirte, Lucio.



Fragmento 3

Se arrastraba despacio, el vientre apretado contra el suelo desparejo. Usaba brazos y piernas para empujarse. Un poco más adelante con cada esfuerzo. Se detenía frecuentemente para descansar y recobrar el aliento. Sus pulmones aspiraban con dificultad el aire enrarecido, impregnado de un olor muy particular, mezcla de un pesado hedor al cual se agregaba, a veces, aligerándolo, una fragancia también extraña, apenas perceptible. No tenía idea desde cuándo estaba allí, desde cuándo empezó su arduo avance. Ni porqué lo hacía. Sólo lo ejecutaba. Lejos, desdibujada por una niebla pertinaz, alcanzaba a divisar la ciudad. Ella parecía ser el punto final de su reptante peregrinación. El silencio era absoluto. Nadie estaba cerca de él. Presentía el vuelo de algún ave, aunque no podía verla. ¿Un pájaro en este paisaje desolado? Tal vez. Una claridad mortecina descendía desde un firmamento donde no brillaba el sol. Notó que la piel de las palmas de sus manos comenzaba a erosionarse. ¿Comenzarían pronto a sangrar? Su desconcertado terror se acentuó. Tuvo, empero, un pensamiento que se le antojó pueril: como su pantalón era de gruesa tela, por lo menos sus rodillas estaban momentáneamente a salvo. Un consuelo, después de todo. Notó que la temperatura comenzaba a elevarse despacio. ¡Dios, alguna nueva calamidad se avecinaba! Se detuvo un rato más prolongado que los anteriores. Trató de ponerse de espaldas. No lo consiguió. Una presión tan extraña como cuanto le estaba ocurriendo seguía estrechando su vientre contra el suelo. Principió a sudar. Tembló. Intentó recordar, precisar antecedentes. Vano esfuerzo. Parecía que su vida recién comenzaba, tratando de llegar a esa ciudad, conocida y desconocida a la vez. El misterioso llamado le hizo recomenzar su horizontal marcha. Metro tras metro. De más en más dolorosos. Por suerte sus gruesos zapatones le ayudaban a empujarse. De pronto oscureció y principió a llover. Caían gotas grandes, pero se deslizaban por su cuerpo sin mojarlo, sin aliviar la creciente temperatura. Sofocado, tornó a detenerse. Tan pronto como se inició y terminó la lluvia y reapareció la débil claridad. Con esfuerzo contuvo un imprevisto acceso de llanto. Se mordió los labios hasta cesar la debilidad. Comenzaron, absurdos, a estallar truenos fuertes y prolongados. Sin relámpagos previos. Lo aturdían. Se tapó las orejas. El fragor siguió. Intentó gritar. No pudo. Con renovada angustia, esperó. Un rato después se apagaron los truenos. El refrescante silencio que aquietó el ámbito fue como agua clara empapando bienhechoramente sus nervios. Era preciso renovar el esfuerzo para tratar de llegar a la ciudad. Reptó de nuevo. Pese a su afán, avanzaba cada vez con mayor lentitud. Parecía que incluso su sangre circulaba apenas. Sopló un viento áspero que se desplazaba con prolongadas ráfagas. Ahogó una maldición. Por lo visto a cada instante surgían nuevos hechos capaces de retardar o hasta impedir el triunfo de sus propósitos. Aumentó, recurriendo a fuerzas que ignoraba estuvieran en él, los movimientos de sus extremidades. Semejaba una tortuga grotesca tratando de dominar las distancias. Crecía el vendaval. A pesar de su empeño ya no pudo seguir. Apoyó la cabeza sobre el suelo, agotado. El polvo pugnaba por introducirse en sus fosas nasales, emporcaba sus labios, espesaba sus cabellos revueltos. Entonces, tan sorpresivamente como cuanto ocurría en ese paisaje, inmunes al parecer a las ráfagas, grandes aves negras, de extendidas alas y corvos picos, surgidas al parecer desde el fondo de las edades, planearon encima de él. Lo atacaron. Un dolor intenso en una de sus piernas lo hizo gritar. Un oscuro torbellino, danzando torpe entre el viento, se desplazaba como una gigantesca ameba cubriéndolo. Los innumerables picos destrozaban su carne. El aullaba, aullaba sin cesar. Viento, sangre esparciéndose, gritos que ya nada tenían de humanos. Su garganta apenas dejaba escapar un quebrado estertor cuando despertó, con el cuerpo pegajoso por la transpiración.


Fragmento 4

El gordo Suárez se acomodó en la silla haciéndola vacilar mientras revolvía el cortado. comentó:
- Apenas son las diez de la mañana y ya no se aguanta. Hoy será un día bravo.
- Estamos en verano, ¿o no?- respondió, acariciándose su protuberante nariz, Goyeneche.
- Dejen de decir originalidades- rió Peretti.
- Por lo general en una mesa de bar se hablan sonseras. Pero, claro, vos sos el sabihondo de la barra- se amostazó Suárez.
- Calmate, gordo- contemporizó Peretti- Disculpame por el comentario. Lo dije sin querer.
- No discutan, muchachos- intervino Goyeneche- Mejor miremos a las minas. Gracias a Dios cada día andan con menos ropa.
- Sos un obseso sexual- afirmó Peretti, encendiendo un cigarrillo- Un obseso incurable, por lo visto.
- ¡Pero hoy te has venido con ganas de joder! – se encrespó de nuevo Suárez- Si seguís así me levanto y me voy.
- Tenés razón. Aveces soy imposible- concedió Peretti- ¡Pero hay tantos temas interesantes para conversar!
- ¿Cuáles?- inquirió Goyeneche- ¿Fútbol, chismes, putear otra vez a este país podrido? Por suerte, estalló. Quiero ver como se arregla este despelote.
- Para mi, ni Cristo lo soluciona- conjeturó Suárez- Y cuando las cosas llegan a este punto, ya no vale la pena calentarse. Supongo que como otras veces, de alguna manera saldremos.
- No será fácil. Nunca llegamos tan al fondo- respondió Peretti.
- ¿Te parece?- preguntó Goyeneche.
- Sí, seguro. Aunque estos últimos días- y quizás esto a ustedes les parezca raro- he reflexionado mucho sobre la muerte- dijo en voz baja Peretti.
- ¡Vaya pensamiento!- se asombró Suárez- A veces sos raro, vos.
- Tal vez su actitud tenga cierta lógica- terció Goyeneche- Esta república huele un poco a difunto.
- No tiene nada que ver- aclaró Peretti- A veces me gusta meditar sobre ese gran misterio. ¿Para qué nacer si después vamos a morir? Soy un enamorado de la vida. Admiro al más minúsculo insecto alentando bajo el sol. Muchas veces observo mi cuerpo, me maravilla su increíble funcionamiento. Siento el latir del corazón, me parece percibir el funcionar de los intestinos, del hígado, como circula la sangre por venas y arterias, el trabajo de ese prodigioso generador que es el cerebro. ¿Por qué tales maravillas deben ser destruidas sin apelación posible?
- No sos muy original en tus reflexiones- dijo Suárez- Esas preguntas se las hace el ser humano desde que aprendió a pensar.
- Tenés razón- aprobó Goyeneche- ¿Pero no les parece un poco pelotudo encarar semejante tema en una mañana tan hermosa como ésta?
- La única explicación- siguió Peretti, sin hacerle caso- es considerar a la muerte como una parte integral de la vida, como el nexo que va articulando, por así decir, las distintas maneras, las diferentes formas vitales. Morimos para renacer.
- La reencarnación- dijo Suárez- Los orientales la han estudiado.
- ya lo sé- respondió Peretti- pero creo que el asunto es más amplio. No se renace solo en forma humana, o incluso como ave o pez. También volvemos reproducidos en un árbol o en una hierba. Todo depende de cómo nuestro cadáver regresa a la naturaleza. Quemados y las cenizas esparcidas o sepultados desnudos en la tierra. Entonces al descomponerse la fertiliza y recomienza el ciclo.
- Ya que insistís en seguir con un tema tan ameno y estimulante- comentó Goyeneche- tené en cuenta que acá, en occidente, primero nos meten en un ataúd y luego vamos a parar a un nicho. Aunque ahora, con los cementerios parque la cosa va cambiando, aunque siempre sigue el aislamiento del cajón. Entre paréntesis: en estos nuevos camposantos se hace comunitario lo que en nuestros cementerios tradicionales está reservado únicamente al pobrerío: la tierra.
- Lo pretendido por Peretti- afirmó suárez- va a ser difícil de lograr. Están las creencias religiosas, preconceptos muy fuertes y arraigados. Y no únicamente entre los creyentes. Ahí está la momia de Lenin, aún yacente en su monumento de la Plaza Roja.
- Ya tratamos bastante el tema- puntualizó Goyeneche- Por favor, charlemos de otra cosa. De todas maneras, esta conversación ha servido para descubrir una faceta desconocida de tu personalidad, Peretti: el ángulo filosófico. Aunque, y no te ofendás, es una filosofía un poco barata y muy transitada.
Peretti, sin contestar, consultó su reloj. Levantándose, dejó una moneda encima de la mesa.
- Chau, hasta mañana- saludó, alejándose.
- Mirá con lo que salió el flaco- comentó Goyeneche- Nos obligó a enredarnos en un tema requeteembromado.
- así es- respondió Suárez- supo ocultar bien su pensamiento... trascendente, digamos.
Goyeneche jugueteó un momento con el pocillo. Luego:
- ¿Pensás en la muerte?- preguntó en voz baja.
Suárez demoró en responder, como sopesando su respuesta.
-En realidad, sí- contestó por fin, despacio- ¿Quién no lo ha hecho alguna vez? Pero lo hago en función de mi familia, claro, analizando qué pasaría con mi mujer y mis hijos en caso de faltar.
- Yo, te confieso- dijo Goyeneche- nunca lo hago. ¿Sabés por qué? Por miedo. Al no pensar en la descarnada aparento suponer su inexistencia. ¿Infantil?, ¿Cierto?.
- Bueno, dejemos el tema- dijo Suárez- Bastante tiempo nos ocupó. Decime, te enteraste de lo que le pasó al alemán Horst el viernes con un cliente?. Es para reventar de risa.



Fragmento 5

Los dos muchachos, vestidos ambos con vaqueros desteñidos y viejas camisas se detuvieron bajo un árbol para protegerse del sol. El más alto portaba un bolso.
- Ese es el quiosco, Andrés- dijo, señalando un pequeño negocio ubicado al frente de ellos, cruzando la calle.
Pocas personas transitaban por el lugar, acentuando el amodorramiento del modesto barrio suburbano.
El llamado Andrés no contestó, rascándose un brazo sin cesar y observando con fijeza el comercio.
- Calmate los nervios- aconsejó su compañero- La vieja está sola y a esta hora viene pocos clientes. Tengo bien junado al boliche.
- Hum...- gruño Andrés- Espero, Negro, que no estemos por hacer una gran macana. Es pleno día.
- Eso nos favorece- respondió con suficiencia el otro- Con el calor la gente viene, o temprano o a la tardecita. Y ahora la vieja tiene la guita de ayer y la que pueda haber hecho esta mañana.
- Sigo sin convencerme- insistió Andrés- Y yo estoy con la condicional. Si caemos, estoy bien cagado.
- ¡No seás gallina!- lo increpó el Negro- Parece que adentro, en vez de endurecerte, te convertiste en un flan. No va a pasar nada, te lo aseguro. Por lo demás, ¿tenemos alternativas? Estamos sin un puto mango.
Dos perros pasaron ladrando, enzarzados en una pelea. Un camioncito, despidiendo un reguero de humo negro por su escape, dobló penosamente por la esquina próxima. Unas palomas evolucionaron, gráciles, sobre ellos y se posaron en el árbol.
-Bueno- dijo el aparente líder- Entramos tranquilos, como buenos clientes.
Dejame hablar a mi. Y, por favor, piola, bien piola. No sos ningún principiante.
Cruzaron despacio la calle. Una vecina salió a barrer la vereda.
El apodado Negro masculló un insulto:
-¡Guacha de mierda! Justo ahora se le ocurre andar con la escoba.
Andrés seguía rascándose. Entraron al kiosco. El recinto estaba pintado con colores claros. Un ventilador de techo giraba, pausado. En varios muebles metálicos se exhibían cigarrillos, golosinas y otros artículos, además de diarios y revistas. Pero ellos sólo se fijaron en la señora de cabellos grises y ojos vivaces parada detrás del mostrador.
El Negro ensayó su mejor sonrisa y, señalando una marca de cigarrillos, solicitó:
-Un atado, por favor.
Cuando la comerciante se volvió para satisfacer su pedido, el muchacho sacó un viejo revólver del bolso.
- Déme la guita, rápido y sin hacer quilombo- ordenó en voz baja, apuntando a la mujer. Esta, al escucharlo, giró con premura y lo enfrentó. Había palidecido pero no se alteró.
- Esta bien- respondió, un imperceptible temblor en la voz- Tenga cuidado con el arma.
- Quédese tranquila- respondió- Obedezca y no le pasará nada.
La kiosquera sacó de un cajoncito del escritorio algunos billetes y un puñado de monedas y se las alcanzó.
-No hubo muchas ventas- explicó, como disculpándose.
El ladrón, con una expresión de fastidio, recogió el dinero, guardándolo en los bolsillos de la camisa. Dándole el bolso al silencioso y rígido Andrés le indicó:
-Meté cigarrillos, chocolates, cualquier cosa hasta llenarlo. Apurate.
Su compañero principió a cumplir lo sugerido. Se movía con cierta torpeza, como vacilando.
- Dale, pelotudo. No tenemos todo el día- se impaciento el Negro.
- Dejá de dar tantas órdenes, carajo- protestó su cómplice.
La señora, muda, observaba con atención su trajinar.
-Lástima que anden en esto, tan jóvenes- dejo de pronto.
El Negro sintió que la antigua furia comenzaba a crecer en su pecho.
- ¡Qué sabe usté!- barbotó- ¡Qué sabe usté! Cállese.
Agitando el revólver repitió, cada vez más exasperado:
-¡Qué sabe usté!
Y mirando a Andrés:
-¿Terminaste? Rajemos.
Entonces la comerciante dio unos pasos hacia atrás, quizás pretendiendo ir hacia una puerta que había en el fondo del local. El joven, una nube oscura enturbiando su mirada, le disparó sin hesitar. La mujer trastabilló, cayendo y golpeándose contra uno de los estantes.
-¡Qué hiciste, animal!- gritó Andrés.
Ambos, tropezando entre sí, buscaron la puerta de salida y, abriéndola, se precipitaron al exterior. Esquivando a una jardinera, comenzaron a correr por el medio de la calle, el Negro empuñando aún el arma. Dos mujeres, que paradas frente a un cerco de ligustros, atisbaban alarmadas el kiosco, al verlo traspusieron, veloces, una abertura del cerco. Un automovilista que venía en sentido contrario, maniobró bruscamente para no embestirlos. Los insultó al pasar a su lado. Ellos, sin fijarse en nada, prosiguieron su carrera. Un hombre morrudo apareci’9º saliendo de una casa con persianas verdes.
-¡Deténgase!- les gritó al verlos- Soy policía.
La pareja, sorprendida, interrumpió por un momento su carrera. El Negro tiró, errando. Gatilló de nuevo pero el revólver se atascó. El hombre usó una pistola que extrajo de entre sus ropas. El Negro se desplomó, quedando acurrucado en el polvo de la calle. Un hilo de sangre principió a colorear la tierra reseca. Andrés, dejando caer el bolso, levantó los brazos.
- Me... rindo- balbuceó- Me...rindo.
- El policía se le acercó despacio, mientras caras expectantes y asustadas comenzaban a aparecer en las puertas de las viviendas.



Fragmento 6

-Siéntese, doña Laura. ¿Gusta un mate? ¡Qué calor! Bueno, al fin y al cabo estamos en enero. Pero es temprano todavía. Y podría correr un poco de aire, ¿no le parece? ¡Suerte que vino! Tenía ganas de conversar con usté. Por lo de María Julia. ¿Cómo, no lo sabe? Me refiero a su relación con Chavero. ¿A usté no le parece mal? ¡Es un pésimo sujeto, doña Laura! No me diga que no conoce sus antecedentes. Todo el mundo acá los sabe. Con él, seguro María Julia va a ser muy desgraciada. Si, ya sé. No debemos meternos en asuntos ajenos. Cada uno sabe por qué se relaciona con alguien. Pero conozco a María Julia casi desde su nacimiento, desde que su familia vino al barrio. Gente muy buena, trabajadora. La madre era una santa. Nos dio una gran pena cuando murió, joven todavía. Desde luego, usté hace poco que vive aquí. No está enterada de muchas cosas. ¡Si yo le contara! El padre, don Augusto, se sacrificó mucho para criarla. Sólo, ¿sabe?, porque nunca volvió a casarse. Quiso mucho a la finada, por lo visto. Pero cuando la chica creció él ya no pudo controlarla. Ahí hubiera sido necesaria la presencia de la madre. ¡Así de injusta es a veces la vida! Según supe, conoció al malandrín ese en un baile. Los organizados por la comisión vecinal. Aquí nomás. Don Augusto nunca quiso que se alejara mucho de la casa. Tiene razón. ¡Hoy pasa cada horror! Pero ni aún con esas precauciones no pudo impedir la macana. Y paso una cosa lógica si se la analiza bien. María Julia, una muchacha tan inocente, tan sin experiencia, ¡cómo podía resistirse a tamaño sinvergüenza! Tiene lengua de seda y miel, aseguran. Me imagino cuanto le habrá dicho. Ella no es la primera, doña Laura, no es la primera se lo aseguro. ¡Si habrá desgraciado chicas! Pero, es inútil, nadie escarmienta en cabeza ajena. Y nadie, parece mentira, ha puesto en su lugar a ese cretino. Si yo fuera hombre y se animará a acercarse a una mujer de mi familia, le juro que lo haría pedazos. No le iban a quedar ganas de seguir sembrando desgracias, no. Hace poco hablé con don Augusto. Está muy preocupado. Me dijo, y yo lo entiendo, que es muy difícil razonar con una muchacha enamorada- ¡para colmo, su primer amor!- y lograr alguna respuesta sensata. Se puso contra él, me confesó don Augusto. Figúrese: contra su mismo padre, que vivió sacrificándose por ella. Dándole, dentro de sus posibilidades, todos los gustos. No duermo pensando en cuanto le pasará. Es un tipo violento, golpeador. Farrista incurable, por
supuesto. Tiene un puesto público. ¡Siempre se supo acomodar con los políticos! Es puntero de un dirigente muy conocido. No se rompe el lomo trabajando, ¡cualquier día! Pensar en la gente de bien que se ha quedado sin empleo, y esta basura vagoneando el día entero, meta hablar estupideces, y cobrando sus buenos pesos a fin de mes. ¡Es una injusticia que clama al cielo! Pero así van las cosas...¿Qué tal vez quiera de verdad a la chica y cambie? Por favor doña Laura, ¿usté todavía cree en los reyes magos? Ese tipo nació torcido y morirá igual, jodiendo mujeres, salvo que tropiece algún bendito día con alguien capaz de darle su merecido. Posibilidad muy poco probable. ¡Pobre María Julia! Y nosotras, las mujeres, reconózcalo, doña Laura, somos bastantes pavotas. Nos enamoramos o creemos estarlo- al fin es lo mismo- y cometemos cualquier locura. Ojalá Dios la proteja. Es lo único que pido en mis oraciones. ¿No quiere otro mate? Cierto, es un poco tarde para matear. Deben ser casi las diez. Y yo todavía no me he puesto en movimiento. Vea la casa está hecha un revoltijo. Y no sé qué hacer de comer. Con este bruto calor. Alguna ensalada, un bife. Nada complicado, liviano, cuestión de no cargar el estómago. Aunque mi marido es de muy buen diente. Carnívoro, por supuesto. Sí fuera sólo para mí con la ensalada bastaría. ¿ Se va, doña Laura? Le agradezco la visita. Que se repita. ¿Si hablé sobre el tema con María Julia? Un domingo, el mes pasado, antes de las fiestas, me animé a encararla. Con mucho cuidado, se imaginará. Pero se negó a escucharme. Medio de mala manera. ¡Ella tan dulce, tan respetuosa! Conmigo, especialmente. Me callé enseguida. El destino dirá. Adiós, adiós, doña Laura. Que pase un buen día y el calor no la martirice tanto.



Fragmento 7

- ¿Lee usted poesía?
- Muy pocas veces. ¡Como para poesía andan las cosas!
- Sin embargo, en estos tiempos sombríos, el contacto con la hermosura puede hacer bien, aligerar el ánimo, sentirse hermanado de alguna manera con esas personas capaces de crear obras enriquecedoras del espíritu.
- ¡Es usted un romántico a destiempo!
- Quizás. Y tengo, por así decirlo, mis poetas de cabecera. Miguel Hernández, en primer término. Luego García Lorca, Antonio Machado, Manuel, el hermano, también excelente, Rafael Alberti. Los grandes de la lengua, amigo. Y los nuestros. Algunos poemas de Borges- no todos- una selección también de Lugones, y Raúl González Tuñón, José Pedroni, el puntano Antonio Esteban Agüero. Como advertirá, mi selección es, al igual que todas, arbitraria. Responde sólo a las exigencias de mi sensibilidad. Aunque no creo estar descaminado. A todos ellos les sobra estatura poética.
- No cabe duda.
- Pero a veces también me gusta leer a los no muy conocidos. Uno se encuentra con sorpresas agradables.
- ¿Si?
- Seguro. Días pasados un amigo me alcanzó un poema de una autora a quien nunca había oído nombrar: Susana Michelotti. Le aseguro que es bueno. Aquí lo tengo. ¿Quiere escucharlo?
- Si no es largo...
- Téngame confianza. No abusaré de su paciencia. Se titula “El indiscreto” y dice así:
“Al corazón, al triste, hay que cerrarle el pecho,
no dejarle hablar más.
Es indiscreto.
Tiene recuerdos de las muertes vacías,
trae muchas vergüenzas olvidadas
y un puñado de penas verdaderas.
Al corazón, al triste,
hay que cerrarle el pecho.”
- Parece bueno. Entiendo poco...
- Lo es, no le quepa duda. Tiene substancia y la autora logra una forma despojada, austera, lejos de cualquier desborde verbal. Me gusta . Odio el palabrerío.
- Así, pues, hizo un descubrimiento.
- Si. Y me causó alegría. Son las pequeñas cosas capaces de hacer más tolerable la vida.
- No es muy optimista.
- No. Y tiene razón Susana: “Al corazón, al triste, hay que cerrarle el pecho”
¡En cuantas ocasiones debemos hacerlo!



Fragmento 8

El hombre maduro, de cabellos escasos, se movió inquieto en el sillón.
Tenía gotitas de sudor en la frente. Su voz era apenas audible:
-¿Quéres terminar, entonces?
El muchacho, un morocho delgado, mirando por una ventana entreabierta, no contestó. Continuó la voz mortecina:
- Significás mucho para mí, Alberto. Lo sabés bien. ¿Qué te he hecho? ¿Por qué esto, decime, por qué?
El joven seguía mirando por la abertura, mudo. El hombre se estrechó las manos hasta hacer blanquear los nudillos. Echándose hacia atrás en su asiento, apoyó la cabeza en el respaldo. Entornó por un instante los ojos. Luego suspiro hondo, reabriéndolos.
- No te niego nada. Te doy cuanto se te antoja. ¿Merezco un rechazo así?- gimió.
El muchacho se alejó de la ventana y fue hasta un escritorio. Pareció buscar algo en uno de los cajones.
- Estoy enamorado de vos. Te quiero como nunca quise a nadie. ¿Qué haré si me dejás?
Por fin Alberto habló, sin mirarlo, continuando su búsqueda en el cajón:
- ¿Alguna vez te hice promesas? Pudiste imaginar que lo nuestro no duraría siempre. Ahora se acabo y listo. Dejá de lloriquear, por favor.
El hombre se levantó pesadamente y se le aproximó. Le acarició un brazo.
- Pensalo de nuevo- rogó- Vos y yo podemos seguir siendo felices.
Su compañero retiró el brazo. Cerrando el cajón se encaminó de nuevo hacia la ventana. El hombre lo siguió pero no se atrevió a tocarlo.
- Si hubiera sabido que me ibas a hacer esta escena nunca hubiera tenido nada con vos, te lo juro- dijo el muchacho, duro su tono.
- Otra vez la soledad, otra vez los días vacíos, interminables. Teneme, aunque sea, un poco de compasión.
El amante se fastidió:
- ¡Acabala de una vez, carajo! ¿No podés mostrar algo de dignidad?
Hizo silencio un momento. Después añadió, riendo:
- No vas a tener problemas para conseguir otro. Sos generoso.
Repentinamente el hombre se arrodilló ante él y le tomó las manos. Sus ralos cabellos estaban desordenados y se veían fragmentos del rojizo cuero cabelludo.
- Te lo pido por última vez- dijo, espesa la voz- si me abandonás soy capaz de matarme.
El joven forcejeó para liberarlas.
- ¡Estás loco, bien loco! ¡Dejame!
El hombre principió a llorar. Gruesas lágrimas se deslizaban por las mejillas regordetas, donde ya apuntaba una barba incipiente, entrecana. Los sollozos eran entrecortados, un hipar tajeándolos a veces. Alberto Consiguió destrabar las manos y se apartó, furioso.
- ¡Pero hasta cuando vas a seguir haciendo escándalo, maricón de mierda!- gritó ¡Te digo que se terminó y se terminó! En la puta vida volveré a verte. En la puta vida.
Tomando un saco depositado sobre una silla fue rápido hasta la puerta, la abrió y salió, dando un portazo.



Fragmento 9

Tras regular el acondicionador de aire, el doctor Silva se dirigió al colega cómodamente aposentado en el sofá sito bajo el enmarcado diploma de abogado del dueño de casa.
- Aunque en forma muy traumática, doctor Martínez, al cabo se definió la situación. Cayó el mediocre De la Rúa.
- Pero cayó entre muerte y caos, doctor. El país está en una situación terminal.
- Por supuesto- coincidió su anfitrión- Aunque reconozcamos que en la crisis participó bastante el turco. ¡Diez años!
- En efecto- afirmó el otro letrado- Y pudo estar tanto tiempo, no lo olvidemos, gracias a la eficaz colaboración de Alfonsín. El pacto de Olivos tiene muy poco que ver con el de la Moncloa, al cual algunos delirantes quieren comparar.
- Sin embargo, seamos justos- dijo el doctor Silva- el riojano se enmendó de muchos errores y gobernó bien, a tono con los tiempos.
- Hubo mucha frivolidad y mucha innecesaria ostentación.
- Bueno- sonrió el doctor Silva- Nadie es perfecto.
- Somos personas grandes, doctor. Hemos vivido esta república, hemos participado, somos políticos. Y en base a mi experiencia, que estoy seguro coincide con la suya, debemos admitir, nos guste o no, que el último estadista elegido para gobernar a la Argentina, fue Frondizi.
- Es muy posible. ¡Y así lo trataron!
- Esas cosas suceden- reflexionó el doctor Martínez- porque la república es un territorio donde el mediocre tiene mucho más campo de acción que el talentoso. ¡Hasta Isabelita fue presidente!
- ¿Quién fue culpable de esa aberración, doctor? ¿Es preciso nombrarlo?
- Seguro el viejo no pensaba morirse tan pronto.
- Pero vamos a los hechos concretos- dijo el doctor Silva- En la reunión de esta noche del comité deberemos sacar una declaración fuerte y clara. Con Gutti, Rodríguez y Palacios nos hemos permitido pergueñar un borrador. Se lo someteremos a consideración.
- ¿Ah, sí?- dijo el correligionario, trasluciendo cierta molestia en su tono.
- Ha sido para apresurar los tiempos- fue la presurosa explicación- Todo queda, como es natural, supeditado a la aprobación del comité. Incluso puede ampliarse el grupo redactor.
- Por descontado- la voz se suavizó- De cualquier manera, la idea fue buena.
- Esperemos que la mayoría del comité siga en la ciudad. Mal mes de enero realizar actividades políticas.
- La situación tiene la suficiente gravedad como para exigir sacrificios sentenció el doctor Martínez- Por suerte, tengo la quinta. Desde la víspera de navidad nos instalamos allí.
- Yo mandé a mi familia al campo. Ojalá que en la segunda quincena pueda reunirme con ellos.
- Lo más serio es la actitud de la gente- afirmó su interlocutor, tornando el tema central- Han copado las calles. No respetan ni creen en nada ni nadie. Existe un estado de real subversión. Hay que proceder, no solo con rapidez sino con mucho tino. Ya estarán actuando agitadores, seguro. Defender a las instituciones es lo primero.
- No cabe duda. Para colmo, esa semana del puntano fue nefasta. El hombre creyó, por lo visto, que estábamos en el cuarenta y cinco.
- Ya sabemos cómo son los peronistas. Recuerde la definición de Borges. ¿Procederá distinto Duhalde?
- No tendrá otro remedio. Si pretende, desde luego, continuar con el cargo.
- Confiemos. Nuestro partido, doctor, tiene una enorme responsabilidad. Somos conservadores en el mejor sentido de la palabra. Queremos preservar los valores permanentes de la nacionalidad.
- Así es. Debemos ser el fiel de la balanza. Claro que, como siempre, todo se resolverá en Buenos Aires. Por suerte, allí tenemos correligionarios muy capaces, bien vinculados al poder real.
- Cierto. Pero deben tener el apoyo firme de quienes actuamos en el interior. Y lo fundamental de tal apoyo será la claridad de las ideas que podamos aportar.
- Así iremos reforzando la red donde caerán los enemigos de nuestro sistema de vida. Y esa red debe cubrir cada fragmento de la patria.
- Es usted elocuente, querido amigo. La izquierda, seguro tratará de aprovechar, como lo hace siempre, las dificultades.
- Ellos no me preocupan.
- ¿No le preocupan?
- En absoluto. Aparte de ser pocos, jamás han sido capaces de unirse. Se juntan cuatro gatos y de inmediato se proclaman dueños absolutos de la revolución, propiedad que, huelga, decirlo, no quieren compartir con nadie. Me preocupan, en cambio, dos posibilidades: que surja, de la presente anarquía, algún aventurero carismático, al estilo del venezolano Chávez, y, resulta triste decirlo, la actitud de ciertos miembros de la iglesia. Parecen no darse cuenta de que están jugando con fuego. No se discute su derecho a hacer escuchar su palabra rectora, pero deben tener mucho cuidado al expresarla.
- Descuide. Cada palabra pronunciada por la jerarquía está pensada afondo. La avalan dos mil años de experiencia. ¿O lo olvida usted? Por otra parte, me imagino que no estará en desacuerdo con su mensaje.
- Jamás lo estaré. Cada una de sus palabras quedan bien grabadas en mi mente. Pero, ¡qué quiere usted!, no soy de aquellos creyentes incondicionales. No lo puedo olvidar: la iglesia está integrada por hombres. Cumpliendo una sublime misión, claro, pero hombres potencialmente falibles al fin. Y algunos de ellos dispuestos a ir muy lejos.
- La misma iglesia, en ese caso, se encargará de corregirlos. Hay demasiados ejemplos a lo largo del tiempo. Por otra parte, ella sirve de eficaz muro de contención a los desbordes extremistas. Sobre todo en países como el nuestro, donde su influencia es aún ponderable.
El doctor Silva, pensativo, contempló un momento a su colega, y luego dijo en vos baja, como para sí mismo:
- En caso de que los acontecimientos sean incontrolables por los medios constitucionales- no lo creo, pero es necesario considerar todos los factores- no me cabe la menor duda de que nuestras fuerzas armadas, con su patriotismo y su sentido del sacrificio, sabrán evitar la disolución nacional, acompañados, se entiende, por quienes, desde la civilidad, estamos dispuestos a todo para salvar a la república.
- Evitemos los vaticinios agoreros- respondió Martínez- Creo, como hombre de derecho, que se podrá solucionar la crisis dentro de la legalidad. Desde luego, para superarla necesitaremos la ayuda del Fondo Monetario y de otros organismos internacionales. Y mantener uno de los mayores logros de nuestra reciente política exterior: la excelente relación con Estados Unidos.
Para lograrla será un requisito indispensable mantener el normal funcionamiento de nuestras instituciones, asegurar la continuidad jurídica. Muy mala señal ha sido la declaración del default.
Levantándose, palmeó a su colega.
- Nos veremos en el comité. ¡Lástima el desprestigio que nos rodea a los políticos!
- La gente mete a todos en la misma bolsa- rezongó el doctor Silva- Hay quienes se empeñan en destruir nuestra reputación. ¿Pretenderán una democracia sin partidos?
Acompaño al doctor Martínez hasta la puerta del estudio y le estrecho la diestra. Abriendo el rectángulo de color gris:
- Adiós. ¿Anda en el auto? El calor agobia.



Fragmento 10

Me alegra comenzar a trabajar en este nuevo libro envuelto en la luz de enero. Me place empaparme de su claridad. Quizás ella sea capaz de introducirse en mi mente y me haga avanzar sin mayores tropiezos en el océano de palabras a través del cual deberé navegar los próximos meses. ¡Y que me sean propicios los vientos de la creación!
Comenzaré a cambiar de realidad. Poco a poco abandonaré este paisaje cotidiano para irme introduciendo en otro poblado por los personajes. Compartiré sus horas, los acompañaré participando en sus penas y alegrías, sus esperanzas y temores. Me convertiré, de alguna manera, en un personaje más, con la responsabilidad de ser el cronista encargado de narrar cuanto les ocurra, la mirada y el oído atentos al más insignificante detalle. Al mismo tiempo será imprescindible mantener la objetividad, el mirar imparcial capaz de garantizar el tratamiento correcto de los episodios que irán señalando el avance de la trama. Como es habitual en mi, he pensado largamente los puntos esenciales que sostendrán la historia. Según acostumbro, lo hice en el transcurso de largas caminatas. Por ello, cuando al encontrarme durante mis paseos con algún conocido éste me decía: “¿Caminando, amigo. Hace bien. Es bueno para la salud”, yo respondía: “No, estoy escribiendo.”, y continuaba marchando ante la mirada tal vez sorprendida del transeúnte.
En este nuevo desafío que me apresto a iniciar, surgieron, sin embargo, dos problemas ausentes en mis anteriores trabajos. Uno conceptual: ¿Cómo abordaría el relato? ¿Continuando con mi enfoque realista, dentro de la relatividad del término, pues en lo ficcional, ya se sabe, la reina es la imaginación, o me lanzaría con audacia a ampliar las fronteras que hasta ahora delimitaron mis creaciones? No era fácil elegir. El acatamiento a las normas del realismo literario ha signado mi labor. Aunque, ¿qué es la realidad? ¿No es acaso la así llamada un fenómeno compuesto de infinitas capas, de múltiples facetas? Ya lo sé, son viejos interrogantes, pero si aún algún posible despistado como se los plantea, es porque siguen existiendo, ¿o no? El otro problema se refiere a la forma. ¿Escribiría una novela? En la actualidad se habla de escritura y no de género. Al respecto, tengo mis dudas. Escribir sería... escritura. Me huele a simple tautología. En resumen, no significa nada. O, más bien significa una incitación al facilísimo. Cualquier cosa puede ser cualquier cosa. A mi esto me choca. Por vocación soy cuentista, un género, en particular el cuento breve, enmarcado por rigurosos límites. Resolví los dos problemas de la siguiente manera: Seguiré mi impronta realista, pero dentro de amplias fronteras, y escribiré una novela. Elegí este formato porque el tema a desarrollar desborda los márgenes de mi género favorito. El único cauce capaz de contenerlo es el novelístico, aprovechando la infinita libertad que permite la novela actual, artefacto polimorfo y polisémico, donde todo cabe, hasta la antinovela. No tengo otro camino. Pretendo recrear los diversos niveles, las múltiples facetas que conforman el discurrir de una median ciudad provinciana, “el interior del interior”, como gusta decirse hoy. Después de reflexionar mucho, de robarle horas al sueño procurando hallar la ruta correcta para concretar mis objetivos, hallé una: Serán fragmentos, episodios aislados, inconexos, pero que, si tengo éxito, permitirán ir diseñando la urdimbre donde se unificará el devenir de mi hipotética ciudad. Incluso podrán leerse en forma autónoma. Unicamente respetaré dos normas de la preceptiva: habrá unidad de tiempo y de lugar. Los avatares se desarrollarán desde la mañana temprano hasta la noche. Tiempo más que suficiente, si soy capaz de pergeñar una ficción eficaz, para que en él quepan la vida y la muerte, lo trivial y lo profundo. Considero que en treinta o cuarenta episodios conseguiré plasmar mis propósitos. Ahora bien, ¿Seré capaz de hacerlo? ¿Lograré establecer los distintos niveles de lenguaje? ¿Captaré la médula de esta, repito, hipotética ciudad? Veremos. La desnuda pantalla de la computadora está, desnuda ante mi, lanzando su desafío. Se abren cada vez más los pétalos de la luz. Debo comenzar.



Fragmento 11

La delgada mujer, vestida con un corto batón floreado y cubierta su cabeza por un trozo de tela oscura, se apoyó contra el alambrado y gritó:
- ¡Vengan, chicos, vengan enseguida!
Las criaturas, tres varoncitos y una niña, semidesnudos, no le hicieron caso, continuando sus juegos en el descampado extendido frente a la vivienda. Cerca de ellos se desparramaba un basural, sobrevolado por un enjambre de moscas zumbadoras.
- ¡Vengan o los voy a buscar!- insistió la mujer, cruzando los alambres por una abertura y plantándose, amenazadora, sobre el polvo del baldío.
- ¡Dejanos jugar!- respondió uno de los chicos- Esperá un ratito. Ya vamos.
- El sol, está muy fuerte. Les hará mal. Jueguen abajo del paraíso. Ahí hay sombra.
Después de hablar entre ellos, los niños resolvieron obedecer. La madre dio un coscorrón a la chica cuando pasó ante ella.
- ¡Sos la pior, mocosa de porquería!- protestó- Parece mentira que seás una mujercita. ¡Te voy a dar!
La criatura, riendo, escapó tras sus hermanos. La mujer los siguió. Ellos se agruparon bajo la sombra mezquina del árbol.
- ¡Acá no podemos hacer nada!- se quejó el mayorcito- No hay lugar.
La hermana se apoyó contra el cercano revoque descascarado de la única habitación de la vivienda. Un pequeño cobertizo de madera que alguna vez lució una pintura verde, oficiaba de cocina. Próxima estaba la letrina.
- ¿Ves, mami?- dijo- Nos hubieras dejado allá. ¿Qué nos va a hacer el sol? estamos requemados ya.
- Pueden enfermarse- le respondió- ¡Lo único que nos falta!
Una mujer regordeta y algo chueca atravesó en ese momento el alambrado.
- Buen día, doña María- saludó con voz atiplada, acercándose al grupo.
- ¿Cómo le va, doña Matilde?- respondió la dueña de casa- Venga, vamos a la cocina.
Ambas se encaminaron al cobertizo, mientras los chicos, enfurruñados, quedaban bajo el árbol.
La construcción de madera era pequeña, con piso de tierra apisonada, bien regado. Un ventanuco dejaba entrar la luz. Doña María le acercó un banquito a la vecina.
- Siéntese. Póngase cómoda- invitó.
- No se aguanta el calor- comentó la visitante.
- Y no tiene miras de llover.
- Si llueve mucho, usté sabe, puede ser pior- conjeturó doña Matilde- Nos vamos a inundar otra vez.
- Es el destino del pobre. Estar siempre jodido.
- Pero tan mal como ahora yo no me acuerdo haber estado nunca.
- Verdá- concordó doña María, sentándose en otro banquito- Parece mentira. No se consigue nada de trabajo.
Mirando hacia una vieja cocina de querosene donde barboteaba el agua contenida en una cacerola:
- Disculpe que no le ofrezca un mate. Hace tres días se nos acabó la yerba. El bolsón de la municipalidá no alcanza. Al Ramón le tuve que servir el mate con yerba resecada. Y él no aguanta sin unos amargos. Tengo guardada un poquito, le confieso, pero ésa es para prepararle un poco de mate cocido a los chicos.
La gorda tosió. Luego:
- Los míos van ala mercado de abasto. Ahí saben conseguir algo entre las verduras que tiran. A nosotros tampoco nos alcanza el bolsón.
Carraspeando, salivó.
- A mi marido lo hecharon hace tres meses. No me acuerdo si se lo dije. Ahora hace changas. Tampoco es fácil conseguirlas. Ricardito, el mayorcito, va al centro a limpiar vidrios de autos, pero saca muy poco. Gracias a Dios conseguí ayer conchabarme por horas en una casa. Principio mañana. Siempre serán unos pesos más.
- El Ramón consiguió un trabajito: arreglar una medianera- respondió doña María- Antes trabajaba con Fredetti, el constructor, pero, ¿quién edifica en estos días?
Las dos mujeres quedaron en silencio. Unos pollitos esmirriados entraron al cobertizo, buscando algo para picotear.
- Vea a los pobres- dijo doña María- Ellos también andan con hambre. A las gallinas, salvo la madre de éstos, ya las comimos. ¡Ni el gallo se salvó!
Dos perros grandes, marcadas las costillas, pasaron ante la puerta, duramente destacados por la claridad solar. Se oyó la voz de la niña que los llamaba:
- ¡Gaucho, Lobo, vengan!
La vecina se levantó despacio.
- Seguiremos. Se va yendo la mañana. Hasta cualquier rato, doña María.
- No se pierda- le respondió ésta, acompañándola hasta el alambrado- Déle saludos a su marido.
- Serán dados. Lo mismo digo para don Ramón.
Con paso tardo la gorda se fue alejando. La dueña de casa regresó a la casita.
- ¿Ven que están mejor a la sombra?- dijo a los niños al pasar ante ellos.
- ¡Pero no podemos hacer nada!- protestaron a coro.



Fragmento 12

El hombre, rubio, de facciones acusados, se paró delante de la estiba de maderas erguidas a un costado del enorme galpón, junto a otro de rasgos parecidos a los suyos, pero canoso.
- Hace mucho que no nos vemos, hermano- dijo el primero.
- ¡Si nunca aparecés- le respondieron- Y yo, entre el negocio y atenderla a Fernanda, poco tiempo tengo para hacer visitas.
- ¿Cómo está?
- Y... mal. Es un proceso irreversible.
- ¿Qué dicen los médicos?
- Eso. Que es un proceso irreversible. No dan, por supuesto, un plazo determinado para el desenlace. Lo seguro es su paulatino agravamiento. ¡Santo Dios, pasarme esto!
- ¿En Buenos Aires te dieron el mismo diagnóstico?
- Igual. El tratamiento es un simple paliativo. Ayudarla a bien morir, para ser claro.
- No me he animado a ir a verla- comentó el rubio- Tengo su imagen: siempre tan activa, tan vital. Parece imposible lo que le ha ocurrido.
El canoso terminó de revisar la estiba.
- Así de injusta es la vida- afirmó, en voz baja.
Tomó de un brazo a su hermano.
- Vamos al escritorio a tomar un café- invitó- Ahí está fresco.
Caminaron entre pilas de tablas. Algunos peones circulaban alrededor. El perfume de las maderas deambulaba por el aire. En un gran rectángulo encristalado funcionaba la administración. Tres jóvenes permanecían ante las computadoras y otro atendía a una persona en el mostrador. Un par de ventiladores hacían tolerable la temperatura.
- Hola, tío- saludó el muchacho del mostrador.
- ¿Cómo te va, Alfredo?- Contestó el rubio, siguiendo al hermano que lo condujo hacia un escritorio oscuro ubicado en el extremo del rectángulo.
El canoso le arrimó una silla.
- Sentate, Armando- le dijo, mientras él lo hacia en un sillón giratorio.
- ¿Marcha el negocio?- inquirió el visitante, acomodándose.
- Como la mona, te podés imaginar. No se vende nada. Y ahora, con esta bruta devaluación, empeorará. La mayor parte de la madera es importada. Se deben poner dólares para traerla. Figurate.
- Llamó a uno de los empleados.
- Mario, traete un par de cafés, por favor- pidió.
Apoyó sus gruesas manos con manchas amarronadas sobre la pulida superficie del mueble.
- ¿Y vos, cómo andás?- se interesó.
- Así nomás.
- ¿Quién iba a pensar que el país llegaría a esto, verdad?
- Y andará peor, ponele la firma.
El comerciante se acarició la cabeza.
- Te lo juro: hay días que tengo ganas de cerrar el negocio y mandar todo al carajo.
- En realidad, Eldo, vos estás en condiciones de retirate. Dejá que la pelee Alfredo. En todo caso, dedicate a cuidar y acompañar a Fernanda- sugirió Armando.
- Es imposible. Si yo no estoy, nada marcha. Alfredito es muy verde todavía. ¡Y en semejantes días! Aparte de la caída de las ventas, ¿sabés la cantidad de cheques que rebotan? Da miedo.
En una bandeja dejaron los pocillos humeantes y un azucarera.
- Lo tomo sin azúcar- dijo el rubio y apuró un sorbo- Está bueno.
Él puso dos cucharaditas en su café.
- No debería hacerlo, pero me gusta bien dulce- afirmó, como disculpándose. Y agregó:
- Estoy todo el tiempo posible con Fernanda. Ella es muy bien cuidada. La atiende una enfermera. Además, doña Anunziatta es una verdadera madre para la pobre. ¡Hace tanto tiempo que la gringa está con nosotros! Forma parte de la familia.
Permanecieron una momento en silencio. Armando terminó de beber la infusión. En ese momento un transporte semiremolque entró despacio por el amplio portón. El ámbito del galpón pareció estrecharse ante su presencia. Se detuvo con resoplar de frenos. Al verlo, el maderero se irguió.
- Esperame- dijo- Viene del Paraguay y trae una carga importante.
Salió del escritorio acompañado por su hijo y por uno de los empleados. Ya junto al camión comenzó a conversar con el conductor que, ágil, había descendido de la alta cabina portando varios papeles.
El rubio se entretuvo en observar las tareas realizadas en el lugar. En su cara, algo tensionada, como a extenderse, como una sombra, el aburrimiento.
Media hora después regresó Eldo. Le sonrió:
- Debes tener paciencia. Van a descargarlo enseguida. Debemos hacerlo rápido. El camionero quiere regresar lo antes posible.
Tornó a sentarse.
- ¿Es sólo una visita o andás necesitando algo?- le preguntó con un aparente tono ligero, desmentido por la expresión alerta de su mirada.
Armando hesitó un instante antes de responder, pero al hacerlo habló con firmeza:
- Mirá, Eldo se me ha presentado una dificultad seria. Producto de la situación, desde luego, pero debo afrontarla la semana que viene.
No me equivoqué, penso el comerciante. No viene nunca, y cuando aparece es para pedirme algo. ¿Cómo podemos ser hermanos? Nunca tuvimos nada en común, cada uno tomó un rumbo muy distinto en la vida, apenas si nos reuníamos en las fiestas de fin de año, cuando todavía estaban los viejos. Después jamás.
Muchas veces me ilusioné en que podríamos tener una verdadera relación fraternal. Es mi único hermano. Ilusiones. Trató de impedir que sus sentimientos se traslucieran en la voz al responder:
- ¿De qué se trata?
- Debo pagar sin falta una deuda.
- ¿Es mucha?
- Cuatro mil.
- Dólares.
El do silbó suavemente. Cuando habló, sin embargo, se refirió a un tema distinto por completo al motivo de la conversación.
- Yo también estoy en tratamiento médico- dijo.
Armando, sorprendido ante el giro tomado por la entrevista, no contestó.
Tuve unos dolores medio raros en el pecho- prosiguió – Me preocupé. Imaginate. Lo único que faltaba es que yo cayera. Fui sin tardanza a ver un cardiólogo. Por suerte, de los estudios que me hicieron no surgió la existencia de nada orgánico. Tensión, nada más. La maldita tensión. Me derivaron a un siquiatra y él me está atendiendo.
- Pero mirá...- contestó por fin su hermano, con tono desabrido.
- Voy mejorando un poco. Estoy medicado, claro. Aunque, mientras no desaparezcan las causas... Me dijo el siquiatra que las consultas por ansiedad y depresión se han duplicado en los últimos meses.
Armando ya no le siguió prestando atención y volvió a lo que le interesaba:
- Bueno, decime, ¿me podés facilitar el dinero?
Eldo, en silencio, miró largamente a su alrededor.
- Es importante mi negocio- comentó después- Importante de verdad. Pero hoy no tengo disponibles los cuatro mil dólares que necesitas. Te parecerá imposible, pero es así.
- ¡Por favor!- explotó su hermano- No me salgás con eso.
- Te he explicado la situación, creo. ¿No la entendés? Soy sincero, no dispongo de esos dólares.
Armando se levantó con brusquedad de la silla.
- Gracias, de todos modos- exclamó con amargura- Ya lo sé. Te he molestado varias veces. Esta bien. Yo no tengo tu habilidad comercial. Veré de arreglármelas de algún modo.
Sin despedirse, se encaminó hacia la salida. El canoso lo siguió, afligido su rostro.
- Esperá, Armando, no te vayás así.
Este no le respondió, apresurando el paso. Elso se detuvo, viéndolo irse.



Fragmento 13

Pese a mis esfuerzos, cada vez es mayor la brecha existente entre Mariela y yo. Como es habitual es estos casos, supongo, comenzó de apoco y, según pasaba el tiempo, se iba ensanchando y ensanchando hasta llegar a las, temo, irremediables dimensiones de hoy. Tengo la culpa, no ceso de recriminarme, algo falló en mi, permitiendo llegar a esta situación. Mariela, en apariencia, sigue siendo la mujer de la cual me enamoré. Serena, observadora, con ese aire de dulzura que constituye, para mi, su principal encanto. La diferencia consiste en los cada vez más prolongados lapsos de silencio existentes entre ambos, en esa tristeza que suele opacar su mirada, y, sobre todo, en que su pasión de antaño amenguó. Desde luego, tenemos seis años de matrimonio. El transcurso del tiempo, dicen, va entibiando los iniciales ardores. No lo sé. Supongo que en esto, como en otras cosas, cada, cada pareja tiene sus propias pautas, su intransferible singularidad. Pero lo real es cuanto nos está pasando. Por otra parte, está disminución, creo, tendría que ser equilibrada por el crecimiento de otros sentimientos, de otras emociones. La ternura, por ejemplo, esa sutil fragancia del amor. Al comienzo, tomarnos de la mano nos provocaba un inefable placer. El tibio contacto de las palmas bastaba para hacernos experimentar una maravillosa sensación. Así solíamos recorrer cuadras y cuadras, sintiendo como nuestra sangre era vivificada por el simple asombro de existir, de sentir como nuestra piel absorbía el esplendor de la luz. Ahora parece haberse instalado una pertinaz penumbra entre nosotros. Y vuelvo a repetirme: ¿En qué fallé? Tengo la conciencia tranquila. Jamás hice adrede nada capaz de enturbiar nuestra relación. Ni siquiera la imposibilidad de Mariela para procrear pudo disminuír mi afecto. Nos esforzamos por el contrario, en tratar de superar el problema, aunque, por desgracia, no tuvimos éxito. ¡A cuántos especialistas consultamos! ¡Cuántos estudios nos hicieron hasta comprobar, sin lugar a dudas, su esterilidad! Y cuán mucho la afectó. ¡Cómo no la va a afectar! Pero esa imposibilidad la sabemos desde hace mucho tiempo y no pareció disminuir su pasión. No tenemos, afortuna-damente, situaciones familiares conflictivas. Mariela se lleva bien con los míos y yo tengo verdadero afecto por los suyos, en especial por don Ramiro, mi suegro. Tampoco existen problemas laborales. Ambos trabajamos en la universidad y, si bien la actual situación no es la ideal, estamos lejos de sufrir los tremendos problemas tenidos por otros sectores. No, debo admitirlo, nada hay capaz de justificar el estado actual de nuestra relación, excepto la natural fatiga producida por el paso del tiempo. Salvo que... salvo que...no quiero ni pensarlo. Es más: no debo ni pensarlo. Empero, asomando muy despacio su rostro repugnante, creciendo poco a poco en mi mente, desparramando una hedionda, espesa sustancia, amagándome las jornadas, la sospecha se afirma: ¿Habrá surgido otro hombre en la vida de Mariela? Pero, ¿Quién?, ¿Dónde?, ¿Cuándo? Rechazó con firmeza la sospecha. No ningún derecho tengo a tenerla. Es ofender a Mariela, menoscabar esa sencilla dignidad tan propia de ella. Me siento un canalla al sólo tener un instante ese pensamiento. Sin embargo... La contemplo, atisbo sus menores gestos, peso sus cada ves más escasas palabras, me golpea la tristeza agazapada en sus ojos. Mi orgullo me impide buscar su cuerpo. Duermo mal, con frecuencia estoy malhumorado, aumenta mi recelo. Por suerte hasta el momento no se han producido riñas graves entre nosotros. Esto, debo confesarlo, es mérito sobre todo de Mariela, fruto de su inalterable calma. Pero, ¿hasta cuándo durará esta quietud, este mentiroso mar apacible, sin oleaje? Lo indudable es mi paulatino derrumbe espiritual, el avance incontenible de una infelicidad amarga royéndome los huesos. Por Dios...



Fragmento 14

- Alcanzame la ensalada.
El pedido de la muchacha interrumpió el silencio cernido sobre la mesa. Su padre satisfizo el requerimiento. La madre, ajado el rostro, los ojos enrojecidos, murmuró:
- ¿Volveremos a estar todos juntos aquí?
El hijo, sentado a su lado, le pasó un brazo en torno a los hombros. Intentó dar un tono ligero a su respuesta:
- Seguro, mamá. Peleándonos como siempre para conseguir el pedazo más grande de esta tarta tan rica que hacés.
La señora sollozó. El muchacho la atrajo hacia sí.
- Calmate, mamá- le dijo- Nadie se ha muerto. Y mi viejita es una mujer muy valiente. Así ha sido siempre. ¿Va a aflojar ahora? Qué no se diga...
Irritada, la joven protestó:
- Terminala, mamá. Todos estamos tristes. A nadie le gusta que Daniel se vaya, pero es preciso sobreponerse. En realidad, deberíamos alegrarnos porque se va buscando un mejor futuro. Ojalá hubiera podido irme yo. No, mamá, te comprendo, pero estás actuando mal. ¿Qué imagen se va a llevar Daniel? ¿Así le das ánimo? Vamos, siempre te consideré una mujer fuerte, valiente, como dice Daniel. A no aflojar, caramba.
El padre intervino:
- Los chicos dicen lo justo, Agustina. Permanezcamos enteros. ¡Qué joder! Este almuerzo debería ser una verdadera fiesta para despedirlo y desearle buena suerte y en cambio parece un velorio.
Miró al anciano que ocupaba la otra cabecera.
- ¿Qué dice usted, don Jesús?
El viejo dejó con lentitud el tenedor sobre la mesa. Terminó de masticar y luego respondió:
- Pues claro, para los hombres se han hecho las empresas. ¡Quien teme algo a su edad! Yo tenía diecinueve cuando combatí en la batalla del Jarama. El camarada Líster nos arengó y nosotros nos lanzamos contra los fachistas, bien puesto los cojones. Deja de lloriqueos, mujer. Tu hijo estará muy bien en España.
Callando, se paso una servilleta por los labios.
- Cuando nosotros vinimos, después de la guerra, este país nos recibió con los brazos abiertos. Hoy España procederá igual con nuestros nietos. Daniel miró con cariño a don Jesús. ¡Qué gran tipo era! Debía tener como ochenta y cuatro años. Y ahí estaba, erguido, fuerte, sin haber perdido su castizo modo de hablar. Sonrió y le dijo:
- Me gustan mucho sus ideas, abuelo. Y aunque deba pelearla duro, porque según tengo entendido, allá nadie regala nada, estoy dispuesto a darle sin asco y salir adelante. Por otra parte, ¿qué porvenir tengo acá? Ninguno.
- Verás lo hermosa que es Madrid- respondió- Cuando la recorras, salúdala de mi parte. Te irá bien, zagal. Tienes tu contrato de trabajo.
La madre, apartada del hijo, secó sus ojos con un pañuelo.
- Es una vergüenza que la juventud deba irse de su patria- exclamó, quedo- Es una vergüenza...
El padre abandonó de repente su asiento.
- ¡Con este lío me olvidé del asado!
Y salió rápido del comedor.




Fragmento 15

Se extendió boca arriba sobre la gramilla, bajo un sauce. Contempló con sus ojos grises el firmamento blanqueado por el calor. La densidad de la siesta lo enervaba. Un moscardón zumbó alrededor de su nariz. Lo espantó. Cerca de la hilera de árboles discurría plácido el río. Con apenas unas ondas alterando su caudal. Un olor a verde y agua aligeraba la atmósfera. El hombre entornó los ojos. Desde algún lugar llegaban risas juveniles. Sintió cómo de a poco su cuerpo se iba fundiendo con la tierra. Era una sensación dulce, plena de una antiguo misterio. Se apoderaba de sus músculos, regulaba el fluir regular de su sangre. El aire llenaba con delicadeza sus pulmones.
Respiraba con alma. Cada vez sentía más disuelta su carne. ¿Era esto lo querido? ¿De tal manera lograría la ansiada paz? Imágenes de su infancia comenzaron a poblar su cerebro. En ellas revivían otro río, un cielo de más intenso azul, viejos álamos buscando altura. Lo único idéntico era esa confusa inquietud que lo acompaño siempre. Profanando, incluso, la sólida seguridad de la infancia. De pronto recordó a Manuel y Efraín, los compañeros inseparables de esos años. La honda, el bolón de acero, las rugosas piedritas claras para lucirse en la payana. Después, a partir de la adolescencia agitada, comenzó el paulatino derrumbe de su morada interior. Ladrillo a ladrillo se fue cayendo. Resultó inútil cambiar de paisajes, de rostros, de voces. Inútil también ejercer variados oficios, poseer variadas mujeres. Deambuló por pueblos y ciudades, incapaz de arraigarse en parte alguna. Esa ciega y sorda desazón parecía incrustada en su ánimo. Fue un verdadero “judío errante”. Anhelando de continuo disolverse en una tierra que lo acariciara y contuviese.
Quizás hoy sería el día, llegado por fin en las márgenes del río que atravezaba esa ciudad a la cual arribará días antes. Abriendo los ojos, frunció los labios. ¡Iluso, pobre iluso! Tres muchachas con breves trajes de baño pasaron a su lado. Una lo miró de reojo. Una pareja sacaba del baúl del auto detenido cerca almohadones, sillas plegadizas y una heladerita portátil.
La mujer era chueca, de vientre abultado. El presunto marido, los anteojos en la punta de la nariz, lucía un pantalón corto desde donde se extendían, melancólicas, las piernas largas y peludas. Dos chiquillos gritones completaban el grupo. Los observó mientras acomodaban sus enseres. ¿Este aspecto ofrecería él si hubiera constituido una familia? ¿Tan anodino como ese tipo?
Se imaginó haciendo el amor encima de la chueca, jadeante y sudoroso, cumpliendo con su obligación marital, pensando tal vez en alguna hembra provocativa admirada en otro sitio. Rió para sus adentros. Igualmente se vería estúpido y ridículo, pobre bípedo bien domesticado, indudable pilar de una sociedad correctamente organizada, protegida por Dios, base indudable de la patria. ¡Mierda! Cerró de nuevo los ojos. Quiso pensar en algo agradable, alegre y colorido. No pudo. Se había separado de la tierra. Recobró su triste autonomía. Se movió, inquieto, traspasado por la conocida tristeza.



Fragmento 16

La secretaria entró al despacho luciendo su paso danzarín.
- Una señora desea verlo- anunció.
Faletti dejó de revisar un resumen bancario e hizo un gesto de fastidio.
- ¿Dijo quién era?
Una fugaz chispa burlona iluminó los ojos de la empleada.
- Si. La señora Raquel. Parece ser muy amiga suya.
El ahogó una interjección de fastidio.
- Hágala pasar- gruño.
Una sonrisa:
- Bueno.
De nuevo el desplazamiento ágil.
- ¿Le invento una entrevista para que no se quede mucho tiempo?- preguntó antes de abrir la puerta.
- No... En todo caso la llamo por el intercomunicador.
Un instante después apareció la visitante, una mujer madura, angulosa, de pelo entrecano, su rostro mostrando vestigios de una antigua hermosura.
- ¿Cómo te va, Rodolfo?- lo saludó, dándole un beso en la mejilla- Disculpá la molestia, pero deseaba consultarte sobre un... problema.
Parecía nerviosa. Faletti se esforzó por ser cordial:
- No faltaba más. Ya sabés, siempre me hago un tiempito para conversar con vos.
Abandonando su sitio tras el escritorio le tomó de un brazo.
- Vamos a sentarnos en esos sillones. Estaremos más cómodos.
Se arrellanaran en ellos. La inquietud de Raquel parecía aumentar.
- ¿Y, de qué se trata?- la animó su amigo.
Bueno... seguro te va a parecer alguna de mis ... rarezas. Pero te considero mi asistente espiritual- dijo, lenta, eligiendo las palabras.
- Debe ser importante, me imagino. ¡Para salir desafiando semejante calor!
- Acá está lindo.
- Si. El aire acondicionado. De lo contrario no podríamos trabajar.
Ella buscó en su cartera, sacando un paquetito de pastillas.
- ¿Querés una?- invitó.
Faletti contuvo su impaciencia.
- No, gracias.
- Yo no paro de saborearlas. Desde que dejé de fumar me son imprescindibles.
El hombre miró su reloj de pulsera.
- No quiero apurarte, desde luego, pero hoy tengo un día algo pesado...
Raquel se movió, descruzando sus piernas. De inmediato tornó a cruzarlas.
- Por supuesto. Perdoname. Se trata de un problema... sentimental.
Faletti se asombro:
- ¿Sentimental? ¿Vos...?
- ¿Acaso no puedo tenerlo?- respondió, un ligero fastidio transparentándose en su voz.
- ¡Claro que podés tenerlo! Pero, ¿qué papel juego yo en él?
- Acabo de decirteló. Te considero mi asistente espiritual.
El hombre sonrió.
- No exageremos. ¡Asistente espiritual! Digamos más bien que soy un buen amigo capaz de darte a veces algunas indicaciones sobre temas muy específicos. Financieros, por ejemplo. Pero de ahí a aconsejarte en un tem atan íntimo, tan personal como éste, hay una gran distancia.
- ¿Por qué establecés diferencias? En realidad no las hay. Siempre me ayudaste cuando tuve dificualtades. Sobre todo de dinero, es verdad. Pero este problema es seguro el mayor que he tenido.
Faletti movió sus manos con un ademán de resignación.
- Bien, dame detalles del asunto.
Raquel se animó.
- Así me gusta. Te sintetizo: Lo conocí en la parada de ómnibus. Tomamos todos los días el mismo colectivo. Principiamos a conversar en la parada y lo seguimos haciendo en el vehículo. Simpatizamos. Me invitó a tomar un café. Luego, como te imaginarás, tuvimos otras citas. Ayer se me declaró.
- Está bien.. Pero, insisto: ¿Cuál es mi papel? Se trata de una situación muy íntima, muy personal. Hay un viejo dicho: En cuestiones de pareja los de afuera son de palo.
- Quiero que me aconsejés si debo aceptarlo o no.
- ¡Raquel, por favor, me estás pidiendo una cosa absurda! Eso es algo que sólo vos debés resolver.
Ella contestó, vacilante:
- Soy... soy... indecisa. Me cuesta horrores tomar ciertas determinaciones... Además, el asunto no es tan sencillo...
- Terminá de explicármelo, entonces. ¿Te gusta? ¿Te atrae?.
- Claro que me atrae. Me gusta mucho.
- ¿Y...?
- Es casado.
- Vaya...
- Nos conocemos desde hace muchos años, Rodolfo. Fuiste amigo de Victorio. Haca ya quince años que murió. Nunca hubo otro. Pero, tanta, tanta soledad...
Y ahora, de pronto. Casado, por desgracia.
- Me figuro que tu pretendiente se lleva mal con su esposa.
- Claro. Me habló mucho de su matrimonio. Es un completo fracaso. Según él, fue el peor error que cometió en su vida.
- Pudo haberse separado.
- Vos sabés cómo son esas cosas. Los hijos, intereses económicos. Por otra parte, recién al conocerme, dice, encontró una mujer como él soñó.
- Ah...
- Yo no quiero que mi posible felicidad sea a costa de la desdicha de otra mujer.
- Si la pareja anda tan mal supongo que ella no debe ser muy feliz tampoco. Y decime: ¿Hablaste de esto con Marité?
- ¿Con mi hija? No, no me animé. Además, la única persona en quien tengo absoluta confianza sos vos.
Faletti se acarició la cara.
- Bueno...- dijo- Ante tu insistencia, y aclarándote que me perece ridículo este rol de cupido viejo, sólo puedo darte un consejo: actuá de acuerdo con tus sentimientos más auténticos. Tirate al agua y nadá con fuerzas. ¿Qué otra cosa puedo decirte? Una pregunta final: ¿Habló de separarse?
- No. Pero seguramente lo hará. Estoy segura.
Raquel se paró.
- Ya te distraje demasiado tiempo. Muchas, muchas gracias.
Lo besó de nuevo.
- Hasta cualquier momento. Te mantendré informado de lo que pase.
Cuando llegaron a la puerta, dijo, en voz muy baja:
- Esto nunca se lo confesé a nadie. Mi matrimonio, pese a las apariencias, fue muy desdichado. Victorio tenía problemas con su sexualidad.
El amigo, asombrado, apenas si pudo decirle:
- Ojalá podás ser feliz ahora.



Fragmento 17

En mil novecientos cuarenta y cuatro se produjo mi debut carcelario. En esa época- otro país, otro mundo, otra esperanza- yo dirigía un grupo juvenil que desarrollaba diversas actividades contra el gobierno militar de entonces. Entre ellas, la distribución de un periódico clandestino editado por un partido de izquierda, Salía quincenalmente y, en una noche determinada, partíamos a repartirlo casa por casa. Hacía seis meses que el impreso aparecía regularmente. Esto, por supuesto, preocupaba a las autoridades. Ante el fracaso de la policía local en descubrir y detener a los editores, enviaron desde la capital provincial dos miembros de Orden Social y Político, una organización represiva de aquellos tiempos. El reparto, le aclaro, debía hacerse conforme a normas muy estrictas. Se comenzaba a una hora determinada, las once de la noche, si mal no recuerdo, y la tarea debía realizarse en un lapso muy breve. Cumplida ésta, yo, como responsable y después de hacer mi propia distribución, controlaba la tarea de los demás muchachos. Nos veíamos en un par de bares y también visitaba a otro en un diario donde trabajaba como corrector. Así lo hice esa noche de septiembre, con más celo que habitualmente ya que teníamos, como le dije, a los policías capitalinos. Estaban todos, cumplido el reparto, salvo dos recientes incorporados, de tendencia anarcoide. Los esperé un rato, jugando una partida de billar con los camaradas, pero, ante su demora, resolví irme a casa. No quería llegar muy tarde para evitar que mis padres se alarmaran. Ellos, por supuesto, ignoraban mis andanzas, pero el viejo era terminante respecto a la hora en que debía regresar. Yo acababa de cumplir diecinueve años. ¿Cambiaron las costumbres, verdad? Consideremos que la ciudad de esos tiempos era tranquila y segura. Sintetizo, para no demorarlo: a las dos de la madrugada frenó un automóvil frente a casa, golpearon imperativamente la puerta de entrada, gritando: ¡Abran, policía! Conmoción familiar, naturalmente. Estando vigente el estado de sitio, entraron sin más, revolvieron hasta el último rincón y me llevaron detenido, sin hacer caso al llanto de mi madre y a los pedidos de aclaración de papá. Yo no atinaba a explicarme que había sucedido. Estaba asustado, lógico, pero como en el Partido nos habían enseñado la manera de comportarnos en esos casos, pensé que sería capaz de manejarme bien. Acurrucado en una celda pequeña y oscura, apenas atemperadas las sombras por la escasa claridad que penetraba por una abertura con barrotes ubicada encima de la gruesa puerta metálica, pase mis primeras horas de prisión. A la mañana siguiente, temprano, me alcanzaron un termo y varias facturas: el desayuno traído desde su casa. Entonces lloré. A la tarde me interrogaron. Lo hicieron los policías de Orden Social. Quién hacía las preguntas- no lo olvido, pese al más de medio siglo transcurrido- era alto, fornido, luciendo un espeso bigote negro, me interrogó con cierta bonhomía, ante la mirada atenta de su colega. Siguiendo las instrucciones recibidas, negué todo. Me sentía bastante tranquilo. Mi interrogador no insistió. Sonriendo, burlón, me dijo que tenían otros detenidos y ellos me acusaban. Me di{o detalles. En efecto, sabían hasta el {último detalle del reparto. Pese a esa evidencia, seguí{i negando. Entonces me regresaron a la celda. Un rato m{as tarde volvieron a llevarme a otra oficina, y allí fui notificado de que se me habían aplicado treinta días de arresto, a cumplir en la Jefatura de Policía. Los jueves y domingos podría recibir visitas. Sentí alivio. Un mes pasaba pronto. Lo único desagradable era el lugar de detención. La celda, además de estrecha, era húmeda y sucia. Antes del anochecer papa me trajo un colchón y cobijas. Tiempo después me entere de lo ocurrido: los anarcos, en lugar de salir a la hora convenida, lo hicieron mas tarde, cuando ya la policía, alertada, patrullaba la ciudad. Fueron apresados y, en el subsiguiente interrogatorio, confesaron, acusándome de ser el jefe. A ellos los soltaron el otro día, pero yo, tras cumplimentar la pena aplicada, fui puesto a disposición del poder ejecutivo y trasladado a la vieja cárcel de encausados de la capital. Ahí, en el pabellón de los presos políticos, pude vivir una experiencia inolvidable.
Estudiantes, dirigentes obreros, profesionales, los integrantes de un teatro vocacional, inclusive el jefe de cocina de un gran hotel, quien se encargaba ayudado por alguno de nosotros, de preparar nuestra comida, todos traían un inédito aire al lugar. Desde las siete de la mañana, cuando nos levantábamos hasta el toque de silencio nocturno, cumplíamos diversas actividades, desde ejercicios físicos hasta cursillos sobre actualidad política, historia argentina, economía, filosofía... Temprano pasaba por la entrada del pabellón un diariero. Comprábamos algunos y efectuábamos lecturas colectivas, siguiendo apasionadamente la marcha de la guerra, que se iba aproximando a su culminación, con la ya segura derrota del nazismo. Pase cuatro meses allí. Los días de visita no solo acudían familiares, sino también chicas universitarias, quienes pedían por nosotros, los que, por provenir del interior, estabamos condenados a no ser requeridos por nadie, salvo, desde luego, alguna espaciada visita de nuestros parientes. Tengo un dulce recuerdo de las universitarias, tan solidarias, tan cariñosas. Un detalle: nunca supe como se las arreglaban para pasarlos, pero nos alcanzaban volantes donde se analizaban los últimos datos de la realidad nacional, aquellos entretelones de la dictadura que en muy escasa o ninguna medida aparecían en la prensa comercial. Volví a casa, una vez liberado, optimista y con muchas ganas de seguir militando. Así fue, amigo, contada a grandes brochazos, mi primera experiencia como preso político. Advertirá, por supuesto, que se trato de un simple pic- nic comparado con lo que paso en el setenta y seis. ¡Ha pasado tanto tiempo! ¡Tantos sueños se derrumbaron, tantos errores cometimos! Me aproximo a los ochenta. El cuerpo flaquea a veces, pero el corazón sigue ardiendo aun . Y hoy con renovada fuerza, porque- usted coincidirá conmigo el diecinueve y el veinte de diciembre se ha inaugurado una nueva etapa en la tan trajinada historia del país. La gente ha ganado la calle. En tan fértil espacio se moviliza, protesta, plantea propuestas. Todavía inorgánicas, un poco anárquicas, pero mostrando ya las grandes líneas de sus pretensiones.
En lo básico, el rechazo a este modelo generado de una pobreza y de una exclusión inéditos en la república. El tiempo dirá cual será el rumbo definitivo que se adopte. Confiemos en una salida democrática y progresista capaz de materializar los cambios necesarios. Y perdóneme por usar muletillas tan manoseadas. No se me ocurren otras para expresar mi pensamiento. Lo real es que por eso mi corazón esta alegre, dispuesto a empujar al viejo esqueleto a participar, aunque sea yendo a las manifestaciones, mezclado sin titubeos con quienes desean un futuro tan luminoso como estos días de enero.




Fragmento 18

- ¿Lo has advertido? El ochenta por ciento de cuanto decimos o hacemos no es más que la vulgar repetición de lugares comunes.
- Nunca lo pensé.
- Sin embargo, si fuéramos capaces de reflexionar un poco, sólo un poco, de usar nuestro cerebro, veríamos la realidad de una manera distinta, descubriríamos su infinita riqueza. Creo que fue Dostoiesvsky quién afirmó: “Nada hay más fantástico que la realidad”. ¡Nada más fantástico! ¿Te das cuenta de las infinitas posibilidades abiertas a tal afirmación?
- Bueno... si, pero yo soy un tipo común. Me guío por las cosas cotidianas, no medito tanto como parecés hacerlo vos.
- Claro, ahí reside la cuestión. Te doy un ejemplo muy común. Quién más, quien menos, alguna vez visitamos el cementerio para llevarle flores a nuestros deudos. ¿Creés que verdaderamente se las llevamos a ellos?
- ¿Y a quienes, si no?
- Nos las llevamos a nosotros mismos.
- ¡Por favor, de dónde sacás tamaña idea!
- Pensalo. ¿Qué hay en una tumba? ¿Alguien capaz de apreciar y agradecer nuestra acción? No, desde luego. Allí sólo se deshace un poco de materia.
- Quizás su espíritu nos contemple desde algún sitio.
- ¿Te parece? En verdad nos motiva nuestro cariño, nuestra nostalgia ante la definitiva ausencia del ser querido, en ocasiones nuestra soledad, todas emociones que están en nuestro interior y son intransferibles. A ellos ofrecemos las flores.
- Mirá, deberé a analizar tu opinión. Es posible que las visitas sean apenas el cumplimiento de una rutina.
- El lugar común, entonces.
- ¡Sos complicado, che! La mayor parte de la gente es mucho más sencilla.
- Te voy a dar otro ejemplo que seguro te parecerá delirante.
- ¿Delirante? ¡Por Dios!
- Cuando hacemos el amor, cuando penetramos en el cuerpo de la mujer, ¿no será que en el fondo de nuestro subconsciente late el deseo de regresar al útero materno, a su calidez, a su infinita seguridad?
- Sos la persona más rara que conozco. Tenés cada salida...
- Puedo seguir citándote ejemplos.
- Déjate de embromar. No quiero complicarme la vida. Sigamos caminando y disfrutando de una tarde tan hermosa. Por suerte parece estar aflojando un poco el calor. ¿Para qué meterse en cosas raras?
- Son los artistas, los creadores, los que tienen el don de descubrir el misterio, la magia de lo que llamamos realidad. Recién recordé las palabras de Dostoivsky, pero nosotros, las peronas comunes, sin ningún talento especial, si nos proponemos también somos capaces de levantar, aunque sea un poquitín, su velo. Lo peor es adoptar tu actitud.
- ¡Che, mirá ese BMW; es un coche fantástico!



Fragmento 19

Winter miró un rato a González, como calibrándolo. Su mano regordeta trazó un errabundo movimiento.
- Está pidiendo algo a lo cual se me será muy difícil acceder- dijo, incolora la voz.
González, el rostro pálido, gotitas de sudor humedeciendo su frente, abrió la boca como para hablar, pero ningún sonido salió de ella. La angustia se concentraba en sus ojos descoloridos.
- El mecanismo legal ya está en marcha- agregó Winter- Nada puedo hacer. He tenido demasiada paciencia con usted. Lo esperé muchísimo tiempo. Sin éxito. Cuando termine la feria judicial proseguirán las acciones. Usted ha sido debidamente notificado. Aunque no me gusta el modo, debo defender mis intereses. Su deuda se arrastra desde hace años. Ha crecido mucho. Si no pudo afrontarla hasta la fecha, ¿ por qué debo suponer que será capaz de hacerlo ahora?
Desde la galería exterior llegaba el canto de un pájaro. El calor se escondía en los ángulos de la habitación. González recobró su voz:
- Los asuntos me han ido muy mal- dijo, con tono apenas audible- Pero me ha surgido una posibilidad. Espéreme, por favor, un tiempito más.
Winter movió la cabeza, incrédulo.
- ¿Esperar un tiempito más?- repitió, agregando- ¿Cuántas veces me ha venido con la misma historia?
Su interlocutor pareció achicarse en el asiento. Le comenzó a temblar una mejilla. Tartamudeó:
- Le... ase... guro...que...tengo...una...posibilidad.
Winter se esforzó en conservar la calma.
- ¿Y de dónde conseguirá el dinero? – preguntó, suave.
- Un... pariente... de mi... mujer.
El acreedor levantó la voz:
- ¡No me diga que se trata de ese famoso tío del cual usted me habló ya otras veces! Jamás concretó nada.
La mirada de González se ensombreció.
- Hoy puede ayudarme- afirmó, recobrando la firmeza de su voz- Es cuestión de un par de meses. Tendrá su dinero, se lo juro por mis hijos.
Una mariposa se le posó en el pecho, trayendo una ráfaga de azul al recinto. Había penetrado por una claraboya entreabierta.
- Estamos, por desgracia, perdiendo el tiempo- dijo Winter- Lo lamentó, créame. Detesto llegar a estos extremos. Pero no hay mas remedio, González. Estoy seguro: ni usted cree en sus afirmaciones.
El deudor principió a estremecerse, cada vez con más violencia.
- ¡Entonces me echará a la calle!- gritó.
Se paró.
- ¡Entonces me echará a la calle!- siguió gritando- ¡Me echará a la calle con mi familia!
Winter, alarmado, también se puso en pie. Intentó calmarlo:
- No se altere. Encontrará una solución. Ese tío podrá...
González lo interrumpió:
- ¡Cállese, cretino, chupasangre! ¡Como si le importara algo mi futuro!
El dueño de casa quiso tomarlo de un brazo. Con un violento movimiento se lo impidió. Jadeante, una ligera espuma mojando sus labios, dio un paso atrás. De inmediato, extrayendo de un bolsillo una sevillana, arremetió contra Winter y, veloz, se la clavó en el estómago.



Fragmento 20

Okey, está bien, okey. No discutamos, cada uno tiene sus ideas. Aunque sepa que soy un fulano con mucha rúa. Me faltará educación, no lo niego, pero pataconeando cuadras aprendí todo lo que hay que saber. Y me han hecho una grandísima cagada. ¡A mi, por Jesucristo! He recorrido hasta el último rincón de esta city. Tengo bien junado a cada uno de los otarios locales. Ya acumulo cincuenta pirulos y no los viví al pedo. ¡Me la van a contar! ¡Quizá imaginé ver en él al hijo que no tuve. Y quise enseñarle, hacerlo piola, capaz de arreglarse en cualquier situación. ¡Y vea cómo me lo pago! Es inútil, la juventú está cada día mas podrida. Como el país. Antes, sabíamos cuándo debíamos ser derechos, ser agradecidos. Dado que parecía medio quedado, hasta le dí consejos sobre la manera de tratar a las minas. No es por alabarme, pero me ha ido bastante bien con ellas. Sé la forma de chamuyarlas. He volteado a unas cuantas. Las atraco suavecito, buscándoles el lado flaco, inspirándoles confianza. ¡Si le digo que me comprometí una vez! ¡Y mire la forma de reconocérmelo! Okey, no me quejo. Me porté como un chanta cualquiera, inocentón. Eso sí me duele: pasé por boludo. Se estará riendo de mi el guacho.
Pero que se ufane tanto. Le va a tocar la mala muy pronto. Seguro se creerá el Maradona de los vivos. ¡Pobre gil! Si me hubiera tenido respeto lo habría preparado bien, cuestión de andar por la vida gozándola, aprovechán doce de los sonsos. Y se sabe, cada día nace uno. Me da lástima, vea. Seguro será un fracasado. Si alcanzo a vivir unos años más podré verlo tirado por ahí, limosneando. Y entonces no le voy a dar ni un vaso de agua. Aunque se esté muriendo de sé. Porque a mí, el que me las hace me las paga. Tarde o temprano. No tengo apuro. seguiré adelante. A pesar de que la mano viene muy durasneli, me las arreglaré. Hubiera sido mejos, se entiende, estar juntos...
¡A la mierda con las esperanzas! Tengo algunas posibilidades, ¿sabe?, de irme a Miami. Unos vagos que están allá me han escrito diciéndome que, a pesar ser difisilongo, tratarán de llevarme. Somos compinches desde chicos.
Son buenos tipos, nada que ver con el pendejo. Pueda ser que se me dé. Ahí me sacaré la grande. ¡En Miami! Panzoneando en la bích, rodeado por el minaje. Podré decirle chau a este poblacho infame. Y algún día volveré con guita, hecho un señor. Y muchos de los que ahora me desprecian se peliarán para olerme el culo. Y yo los dejaré nomás. Hasta soy capaz de tirarles algunos dólares. ¡Y con lo que gustan aquí los verdes! Al único al que no le daré nada será la pendejo. Nada de nada. No se procede de esa manera. A veces debe tenerse un poco, ¿cómo se dice?, un poco de humanidá. Y él pudo ser mi hijo. Mi propio hijo...




Fragmento 21

El automóvil, un veterano Falcón, se detuvo a un costado de la ruta, cerca de un pequeño lagoa cuya vera, protegidos del sol por la arboleda, se alineaban los pescadores. El conductor los contempló.
- ¿Te gusta pescar??- le preguntó a su acompañante.
- No. Me parece una cosa medio pelotuda.
- No creás. Provoca una sensación de... paz. Incluso hace olvidar, aunque sea por un rato, las porquerías que uno hace.
El otro se acarició los brazos peludos y musculosos.
- Debemos ganarnos la vida, ¿no?- respondió, sonriendo- ¿Te pasa algo a vos?
El del volante, mirándolo de costado, suspiró.
-No, no, a mi no me pasa nada- se apresuró a contestar, pasando una lengua amarillenta por los gruesos labios- Son macanas que a uno se le ocurren a veces.
Lejos, al borde del horizonte, iban creciendo unas nubes oscuras.
- Ojalá se forme tormenta -añadió- así aloja este jodido calor.
- Quien sabe. Los chaparrones de verano no saben traer mucha frescura –relativizó su acompañante. Enseguida puntualizó:
- Dejemos de hablar pavadas. ¿Trajiste la merca?
El bocón abrió la guantera, sacando un pequeño paquete.
- ¿Y vos trajiste la guita?
- Por supuesto –dijo, mientras metía la mano en un bolsillo y sacaba varios billetes cuidadosamente doblados –Acá está.
Al entregárselos añadió, irónico:
- Contalos. Ya sabés, una vez retirado de la ventanilla no se admiten reclamos.
- El asunto está cada vez más difícil. El tipo me pidió la guita adelantada para la próxima entrega ¡Guachos! Y como nosotros somos unos pobres piojos debemos agachar la cabeza –explicó el del volante.
- En este país te la complican todos los días –rezongó el de los brazos musculosos –Mirá qué bruta evaluación. Uno llegó a ilusionarse con la convertibilidad. Parecía que iba a durar siempre. ¡Las promesas de Cavallo!
- ¿Y tu clientela, cómo anda?
- Así nomás. No hay un mango.
- Pero el que tiene el vicio lo saca de donde sea.
- Tenés razón. Pero cuando no hay no hay.
- Es cierto. Hoy cualquier clase de comercio está perjudicado.
- Y el nuestro, a pesar de tanta persecución, también es necesario. Una vez, hace tiempo vi en la televisión a una abogada opinando que la venta de drogas no debía ser penalizada. Una abogada, fijate.
- Deberán hacerlo. ¿Acaso han podido impedirlo? En ninguna parte del mundo lo lograron. Imaginate vos si aquí lo van a lograr. Solo que uno crea en los reyes magos.
El conductor rió.
- Y en los reyes ya nadie cree. Ni los pibes.
Encendió el motor. Antes de arrancar miró una vez más a los pescadores.
- Me gustaría estar con ellos. ¡Cómo me gustaría!
El automóvil se puso en marcha despacio, abandonando la banquina y acelerando su marcha cuando se afirmó en el negro asfalto recalentado.



Fragmento 22

Lo confieso: estoy confundida, de alguna manera temerosa. Mis amigos se ríen. ¡No seas tonta y divertite!, me aconsejan, vos pensás demasiado. Es posible que tengan razón y yo esté equivocada, pero no puedo evitarlo. Muchas veces me sorprendo envidiando a la abuela. En su tiempo el papel de la mujer era más definido, tenía límites bien marcados. Por supuesto, algunas no se resignaban a cumplir el rol asignado, pero la mayoría lo aceptaba.
Conseguir un marido, se entiende. Casarse y reafirmar la respetabilidad, asegurar el futuro. Requisito prácticamente indispensable para lograrlo: conservar intacta la virginidad. Y si por una aciaga circunstancia la habían perdido existían médicos, me han dicho, que la ¨restauraban¨. Naturalmente, me refiero a las niñas de la horrible clase media de esta horrible ciudad. En cierta forma me alegra comprobar cómo de clase media ya nos queda muy poco. Por supuesto, en algunas cosas hemos progresado. Ya no titubeamos tanto en bajarnos las bombachas. O permitir que nos las bajen, hecho mucho más satisfactorio. Los novios, salvo algún boludo, han dejado de serlo para convertirse en amantes. Tenemos más libertad para andar, para frecuentar boliches. Comenzamos más temprano. Podemos, si nos place, regresar a las cinco o seis de la mañana. Nuestros viejos, en su mayoría, aceptan las nuevas costumbres. Al fin y al cabo, es lo menos que pueden hacer. No deben olvidar que ellos, allá por los setenta fueron abriendo el camino. Los muchachos, en cambio, siguen teniendo sus reservas, me parece. Aceptan un poco a la fuerza muchas de nuestras actitudes. Para colmo, no abundan. Y son bastante estúpidos. En cambio sobramos las mujeres. Trato de conversar con Claudio sobre esta desazón que me inquieta, pero es inútil, me escucha por compromiso. Es evidente: le interesa más mi culo que mi cerebro. Existe una real incomunicación entre ambos. Lo único que nos enciende de verdad es el sexo. No me basta. Extraño una ternura ausente, la falta de esas pequeñeces importantes en el amor. Es posible que otros hombres sean capaces de brindarlas, no lo dudo. Pero Claudio carece de ese don. Hay chicas que idealizan un poco a los muchachos con quienes salen y comparten sus pavadas. Algunas hasta los acompañan a ver las aburridas carreras de autos. ¿La vida será siempre así? Un día me casaré, o simplemente me iré a vivir con Claudio o con algún otro. Ejerceré, supongo, mi futura profesión, y como tantas mujeres soportaré el conflicto entre ésta y las tareas hogareñas. Según me dicen, hay hombres capaces de colaborar en la casa. Claudio no aparenta ser uno de ellos. Tiene un machismo muy arraigado. Por otra parte, ¿estoy verdaderamente enamorada de él? Todavía soy tan idiota que espero la aparición del príncipe azul. ¡El príncipe azul! Mamá se agarró la cabeza cuando, en un momento de debilidad, insinué la existencia de ese secreto deseo. ¡Estás re loca, hija!, me dijo. Agradecé tenerlo a Claudio. Y rogá que te dure. Tal vez tenga razón. Las parejas son cada día más frágiles. Debe influír lo mal que anda todo. El amor es una planta delicada, fácil de abatir cuando soplan fuertes vientos, desde luego. Tendré hijos. En el mejor de los casos, una rutina grisácea aplastará mis días. Y de pronto llegará la vejez. Horrible. Cuando la depre me acosa, busco la soledad. Quizás sea contraproducente. Sin embargo, me enquisto en ella. Pensando. Y, ya se sabe, es peligroso pensar. Lo peor es qque no acierto en hallar una solución. Ansío vivir una existencia tan luminosa y plena como esta tarde. Ahora bien, ¿cómo conseguirla? Ese es el problema. Entonces me domina el desasosiego, me angustia el futuro. Es posible que la esencia del mal resida en mi ausencia de una auténtica vocación, de un impulso irresistible acuciándome la sangre. Amelia, por ejemplo, pinta. Ignoro si lo hace bien o mal. Nunca he visto sus cuadros. Pero se la ve serena, segura, con la aparente certeza de hacer algo que vale la pena. Es posible que sólo sean ilusiones. Suficientes para enriquecer su vida. Afortunada.



Fragmento 23

- Me parece bien la actual movilización de la gente. Su decisión de ganar la calle. Pese a ser un acto de libertad, uno se pregunta: ¿Obtendrán resultados? ¿No estarán construyendo castillos de arena?
- Se verá.
- Soy escéptico. He visto demasiados avatares en la república, y cada vez estamos peor. Innumerables veces el pueblo salió a la calle. Desde el veinticinco de mayo, si usted quiere. Compruebe lo obtenido.
- Los procesos sociales suelen ser largos y difíciles.
- Ahí usted da en el clavo. Yo diría no largos sino interminables. Y no unicamente en la Argentina. Medite un instante apenas: el hombre ha sido capaz de lograr un portentoso progreso científico y tecnológico. Moralmente, en cambio, sobran las conductas propias de la edad de piedra. Y peores aún, porque ya no se puede aducir primitivismo, por lo menos en nuestro mundo, el presunto civilizado. Si Jesucristo volviera, me jugaría la cabeza que lo vuelven a crucificar. ¿A cuántos cristos ignorados se sigue crucificando de mil maneras y con mil pretextos?
- Tal será la condición humana.
- Aterra considerarlo. Los hechos, por desgracia, parecen no permitir otra interpretación.
- Y la respuesta, según usted, es el descreímiento.
- La más sensata.
- Y la más cómoda.
- ¿La más cómoda?
- Así es. El escepticismo es un excelente atajo para evitar compromisos y eludir responsabilidades.
- Si quiere considerarlo de esa manera.
- ¿Y de que otra manera se puede considerar?
- Vamos, Kemp, usted es hijo de alemanes. ¿Qué pasó en Alemania, uno de los países más adelantados y cultos de Europa? Tuvo un régimen como el nazismo, entusiastamente apoyado por la mayoría de la población.
- Eso, usted lo sabe bien, ha sido objeto de numerosos y profundos estudios que han aclarado las causas de lo ocurrido.
- Pero ocurrió Es lo esencial. Lo demás, si se quiere, son accesorios secundarios.
- ¿Secundarios? Se trata de esclarecer los hechos para que nunca más vuelvan a ocurrir.
- ¿Está convencido de ello? Observe los actuales acontecimientos en Medio Oriente.
- No confunda una cosa con la otra. Son dos procesos muy distintos.
- ¿Seguro?
- Seguro.
- Usted me parece un poco inocente.
- No lo soy.
- Convenga en algo, por lo menos . Tanto en Alemania como en Medio Oriente hubo y hay la concepción de un pueblo elegido, superior a los demás. El “herrenvolk” y quienes se pretenden dueños de la “Tierra Prometida”. ¿Cuáles son las consecuencias prácticas de tales teorías? Pueden decirlo las naciones, sobre todo las eslavas, sojuzgadas ayer por el nazismo y los palestinos actualmente.
- Usted delira. Entremezcla y confunde los hechos. Infórmese bien antes de hablar.
- No se enoje, Kemp, por favor. Algo conozco el tema, a pesar de vivir en este arrabal del mundo. De todas maneras, cambiemos de tema, si le parece bien. ¿Lloverá Son ya las seis de la tarde y la temperatura sigue siendo sofocante.
- Ignoraba que usted tuviera esas ideas...
- ¿Debo aceptar sin más cuanta falsificación ande dando vueltas, debo aceptar sin analizarla a una publicidad interesada?
- Limítese a aceptar la verdad.
- ¡La verdad... ¡ Insisto en mi escepticismo. Entre paréntesis, le sugiero leer un libro muy interesante de Ludwig Marcuse, “Pesimismo, un estado de madurez”. Si quiere, puedo prestárselo.
- Tengo libros mejores para leer.
- Al fin y al cabo es un autor alemán. Bien, estimado Kemp, parecemos dos semáforos parados en esta esquina. Sigamos nuestro camino. La artrosis de mi rodilla comienza a molestarme. Hasta siempre.
- Adiós.

lo que faltaba ....


Acá sigue