14.8.07

URDIMBRE - Novela de Juan Floriani - 2da. parte

Fragmento 24

Las nubes oscuras seguían asomando a lo lejos. Don Alaníz se apoyó sobre el mango de la azada y las contempló, meditabundo.
- Capaz de formarse tormenta- le dijo a su mujer, que en ese momento le alcanzaba un mate.
- Si se hace, será recién a la noche- respondió ella, mirando también a las nubes.
El hombre sorbió despacio el líquido sabroso.
- Muy dulce- comentó, apartando sus labios de la bombilla.
- ¡A vos nunca te faltan quejas!- se encrespó la mujer.
Don Alaníz sonrió.
- No te enojés, Paula. Está rico lo mismo.
- Terminó de tomar la infusión y le devolvió el recipiente. Ella se alejó todavía rezongando.



Retomó su tarea. Prosiguió, prolijo. Hacerlo le causaba un profundo placer.
Campesino arribado ya maduro a la ciudad, nunca le habían gustado las diversas tareas realizadas en ésta para sobrevivir. Extrañó siempre la amplitud del cielo rural, los horizontes inacabables, esas galopadas rompiendo la escarcha invernal, el cuidado de los animales, las domadas, el jolgorio con los amigos en el boliche, la taba, el entusiasmo desbordando en las cuadreras. Supo tener un buen gateado que le dio muchas satisfacciones. Pero los años fueron viniendo malos, crecieron los hijos, y un buen día, subieron todos a un tren estrepitoso, emigrando a la ciudad.
A pesar del tiempo transcurrido continuaba sin habituarse a ella. Por supuesto pudo conseguir esa casita suburbana, achacosa pero con un terreno amplio, capaz de contener a la quintita. Ahí pasaba las mejores horas de las jornadas, cultibando papas, tomates, batatas, lechuga, acelga, espinaca, rabanitos, habiendo preparado incluso una esparraguera. Las verduras integraban su dieta, como es lógico, pero también vendía una parte. Llevándolas en una canasta, recorría zonas donde consiguió varios clientes. La pensión graciable que le consiguió un diputado no le alcanzaba. Su quinta le permitía vivir con dignidad, sin depender de los hijos. El mayor, Pancho, se fue a Río Gallegos, donde trabajaba para el gobierno, y el otro, Antonio, prendado de una rosarina de paso por la ciudad, que conoció en un baile, partió con ella a la metrópoli del Paraná. Quedaron solos, pues. Esa soledad los unió más. El afecto callado, sin exteriorizaciones, enturbiado a veces por el mal carácter de Paula. Don Alaníz le tenía paciencia. ¿Cómo no tenérsela, cuando siempre fue trabajadora y leal? Aguantó la pertinaz pobreza y supo tolerar su afición a las cuadreras, donde si en ocasiones ganaba buena plata, en otras tenía pérdidas importantes. Y una vez, en sus años mozos, le agunató un entusiasmo que tuvo con una chinita buena moza, sobrina del dueño del boliche. Cosa rara, en esa ocasión no le gritó ni le hizo escenas. Encerrada en absoluto mutismo aumentó sus atenciones para con él, se arreglaba mejor, cuidando su apariencia muchas veces desalineada. A la noche, siempre silenciosa, arrimaba su cuerpo al del hombre, con tímido recato. La muchacha, un día, abandonó al tío, yéndose con un pueblero que vendía diversos artículos, y él, herido, furioso y avergonzado, tornó al rancho con la cabeza gacha. Paula se dio cuenta de lo que le pasó, pero no hizo ningún comentario. Redobló, en cambio, sus muestras de afecto. Consiguiendo restablecer de a poco la relación. Estaba pensando en esos sucedidos cuando tornó Paula con otra cebadura. En los últimos tiempos había adelgazado pero continuaba tan activa como de costumbre. Ante su pedido se negó a ir al médico. Dejate de joder, le dijo, estoy bien. Además ya sabés que en el Pami no atienden, salvo que te estés muriendo. Don Alaníz no insistió, cuando ella decía no, era no. Pero un opresivo temor se aposentó en el viejo, enturbiando su ánimo. Era una inquietud oscura, insidiosa, carcomiéndolo por dentro. Un feo presentimiento pugnaba por introducirse en su corazón. Como envuelto en una neblina, se perfilaba un final aciago. Don Alaníz, al devolverle el mate, tuvo un repentino impulso y le acarició el pelo, ella se sorprendió:
- ¿Qué te pasa, Filemón?
Don Alaníz retiró rápido su mano del cabello canoso y ensayó una protesta:
- ¿Acaso está prohibido tocarte?
Paula sonrió apenas.
- ¿Te cebo otro? –le preguntó.
- No, está bien. Quiero terminar de puntiar.
- Te preparé la palangana para que te lavés. Estás sudado y hediondo.
- Voy enseguida.
Y tomando la azada retomó su labor.


Fragmento 25

Recuerdo mucho a mi padre. Hace quince años que murió. Me parece que fue ayer. Todavía sigue el dolor empecinado. Hay ausencias muy fuertes, imposibles de remediar. La suya es una de ellas. Desde pebete fui su ladero.
Nada me gustaba más que acompañarlo. Luciendo esa sonrisa ancha y bonachona que le embellecía la boca, me invitaba: ¿Vamos, campeón? Y partíamos los dos. Aferrado a su mano en mi niñez, apoyada sobre uno de mis hombros cuando mi adolescencia, compartiendo vivencias siempre, el transcurso del tiempo nos unió cada día más. Aprendí con él a ir adentrándome en la existencia, me fue transmitiendo sus experiencias, porque fue un hombre muy vivido, no pasó por la tierra boleando pajaritos, se lo aseguro. Era alto, corpulento, un mechón rebelde cayéndole sobre la frente amplia, de andar un poco oscilante.
Parecés un oso, papá, le decía. Él riendo, me daba una suave cachetada en la mejilla. Pero soy un oso buenazo, contestaba, al que le gustaba enseñar. ¡Vaya si el gustaba! Me transmitió cuánto sabía.
Y sabía bastante. Aunque era buen lector, la médula de sus conocimientos nació desde la experiencia, del contacto asiduo y cordial con la gente, desde la buena curiosidad y la observación. Las lecturas le sirvieron, como debe ser, para ubicarse mejor, para aprender correctamente los complejos matices del transitar por el mundo. Algo, en especial, le agradezco. Me hizo conocer y amar a esta ciudad. La recorrimos infinidad de veces, a las diversas horas.
Ni el más escondido rincón eludió nuestro atento mirar. Me hizo conocer su historia, que casi era la historia entera de nuestra familia, llegada a estos lares en mil ochocientos ochenta y dos. Comprendí que el arraigo al suelo natal debe ser una actitud primaria en el ser humano. Que, precisamente por provenir nuestros antepasados de Europa, poco a poco debimos construir una nueva identidad. Y en esa identidad, además del sentido nacional, lograr la afirmación y el orgullo de nuestra provincianía. Esta actitud viene desde muy lejos, me decía, viene desde nuestros albores, nunca lo olvidés: Las provincias son la matriz de la nación. Aunque Buenos Aires jugó, por un cúmulo de circunstancias, un papel esencial en la edificación del país. A veces, es verdad, las provincias fueron muy conservadoras, opuestas al viento jacobino que sopló en las calles porteñas, pero tenelo bien presente, sin el interior no existiría la república. ¿Dónde funcionó la primera universidad establecida en nuestro actual territorio, de dónde salieron buena parte de los libros que donaron a la biblioteca fundada por Moreno en Buenos Aires? Todo esto es muy sabido, claro, pero solemos olvidarlo. Y nuestra ciudad, primitiva avanza penando al borde del desierto, abandonada una vez, luego repoblada, repitió la experiencia de muchas otras, que nunca tuvieron, por razones obvias, la publicidad que tuvo y tiene Buenos Aires. Tales eran las enseñanzas de mi padre. Largas eran nuestras conversaciones, cesadas solo por su muerte. No le sorprenda, entonces, mi conocimiento de la ciudad, mi afecto por ella, el orgullo que siento por sus realizaciones. Me da mucha rabia cuando alguno de nuestros conciudadanos la menosprecian y se burlan un poco de presunto ¨aldeanismo¨. Es como si disminuyeran a su propia madre. He tenido oportunidad de radicarme en otras partes. Ni se me ocurrió considerarlas. Nací aquí y aquí moriré. Como un homenaje a mi padre, como una manera de ser fiel a su memoria. Traté de comportarme igual con mis hijos, en especial con el mayor, más receptivo, más curioso por conocer sus raíces. Ruego que le dure esa inquietud y hago lo posible por alentarla. Ya ve usted el motivo profundo que me impulsa, corriendo el riesgo de ser cargoso, a hacerle conocer bien la ciudad, pretensión tal vez utópica, dado su origen porteño. Acompáñeme, si no le molesta, a caminar un poco. La tarde está hermosa. Intentaré lograr que usted perciba, no solo edificios, calles, vehículos o gente, sino que se deje invadir por el olor, los colores, el misterio –sí, no se ría- el misterio escondido en algunos de sus ámbitos. No existe únicamente una ¨Misteriosa Buenos Aires¨. Aquí también sobreviven historias raras, hechos ambiguos enriqueciendo nuestro aire, se ocultan secretos de personas desaparecidas. Venga por favor, caminemos.



Fragmento 26

La mujer, rubia y esbelta, joven aún, avanzaba por el sendero que cortaba en diagonal el gran terreno. La minifalda destacaba sus piernas tostadas, atractivas.
Dos antiguos algarrobos, crecidos junto a una tapera, mezclaban su verdor con el de los yuyos del sitio.
Despacio, el sol se inclinaba hacia el oeste y las sombras se alargaban. Una banda de pájaros volaba hacia el sol declinante.
Un hombre de pantalones cortos, con el torso desnudo y calzando zapatillas deportivas, venía trotando detrás de la mujer y pronto la sobrepasó. Ella no le hizo caso, absorta en sus pensamiento. A la siesta recibió un llamado telefónico de su amiga Pirucha invitándola a pasar unos días en las sierras. La alegró el convite. Podría escapar un tiempito a la rutina, disfrutar de la hermosura serrana, llenarse los pulmones con su aire jugoso y transparente. Por otra, y esto apenas se permitía insinuárselo a sí misma, era muy posible que allá estuviera Andrés, el hermano de su amiga, con quien tuvo un flirteo tiempo atrás, flirteo que le agradaría reanudar, intentando -¿por qué no?- convertirlo en un sentimiento más serio y perdurable. Le gustó mucho, aunque era más joven que ella. Le atraía sobre todo su espontaneidad, esa sonrisa que le llenaba el rostro, su conversación fácil, llena de humor y sobreentendidos. Cuando la besó por primera vez, un chispazo recorrió sus vértebras. Realmente, sería muy bueno volver a verlo.
Continuaba marchando distraída y se sorprendió cuando el hombre de los pantalones cortos apareció a su lado. Después pensó que había estado oculto entre los árboles.
- ¿Puedo acompañarla? –le preguntó. Su voz era ronca.
Atinó a responder:
- No lo conozco, señor. Por favor, retírese.
Y apresuró el paso, el individuo siguió a su lado.
- Justamente para conocernos es que quiero conversar con usted –dijo, insinuante el tono.
La mujer comenzó a sentir temor. Se detuvo.
- Por favor, retírese –repitió alterada.
El aparente gimnasta la tomó de un brazo.
- Vení. Hablemos –dijo, más ronca aún su voz.
Ella trató de desprenderse. Aterrada, miró a su alrededor,. No se veía a nadie.
- ¡Déjeme, déjeme! –gritó.
El desconocido principió a empujarla hacia la tapera. Se resistió pero no pudo impedir que, casi arrastrándola, consiguiera su propósito. Ya bajo los algarrobos, junto a la tapera, la tiró al suelo y se arrojó sobre ella.
- ¡Déjeme... animal... déjeme! –balbuceó con voz entrecortada, bregando por sacárselo de encima.
El hombre buscó su boca tratando de besarla. Inclinó la cabeza para evitarlo, pero los labios húmedos lamieron su mejilla. Un olor a tabaco y sudor se desprendía de él. Continuaba esforzándose en liberarse, tensando sus músculos, sintiendo que una energía desconocida nacía en ella. acicateada por la desesperación. El agresor con mano nerviosa le abrió la blusa y rompió el corpiño. Un seno redondo y pleno se expandió y comenzó a chupar con avidez el oscuro pezón, mientras introducía una rodilla entre sus piernas tratando de abrirlas. Ella se aferró al largo cabello del hombre con furia, intentando arrancárselo. Dejando el pezón, el sujeto procuró liberar su pelo. La mujer no aflojaba sus dedos y él le golpeó la cara.
- ¡Dejá... mierda... dejá –jadeó- Tranquilizate... Te va a gustar.
La mujer lloraba en silencio, mientras seguía contorsionando su cuerpo. De pronto pudo introducir una mano entre ambos y, papándole el pantaloncito, halló su sexo. Con todas sus fuerzas le apretó los testículos, dándoles un brusco tirón. Él aulló, cayendo de costado. La mujer pudo levantarse. Temblaba. Aprovechó, empero, que su agresor permanecía de espaldas en el suelo, gimiendo, para pisotearle con saña el bajo vientre. Él aulló de nuevo. Ella, sintiendo flojas aún las piernas, comenzó a alejarse por el sendero, cada vez más rápido, sin mirar atrás. En el extremo del caminito aparecieron dos chicos y se dirigió hacia ellos.



Fragmento 27

Enrique:
Seguro que, igual a tantas escritas a lo largo de estos años, esta carta tampoco sea enviada.
¿Por qué escribirla, entonces?, dirás. El motivo es simple y, me atrevo a afirmar, también complicado. Se trata, una vez más, de explicarte- y explicarme- el motivo de mi profunda de mi traición.
¡Pero han pasado muchos años, no tiene sentido seguir atormentado por ella! ¡Algo ocurrido en 1979! Es posible que, en efecto, sea así. Haberla consumado, sin embargo, me sigue envenenando el corazón, continua agriando mi sangre.
En cada una de las rotas cartas anteriores intenté alcanzar una explicación dotada de alguna validez, quise construir una especie de muleta espiritual capaz de ayudarme a seguir marchando.
El tiempo no contribuye. Lo que ha pasado y continua pasando tampoco. Parece que los acontecimientos, a pesar de los ocurrido en diciembre, me justifican. ¡Si hasta la mayoría de nuestros dirigentes consideran a éste el único camino posible! Apenas si se animan a proponer la adopción de reformas menores, que no van a la esencia de la cuestión. Lejos quedaron las enseñanzas del General y de Evita.
¡Y nosotros que pretendíamos llevarlas más allá! El socialismo nacional..
Por tal sueño luchamos, por él murieron los mejores compañeros.
Y yo... Lo peor es que no fui muy maltratado durante mi detención. Posiblemente quienes me interrogaban, tipos expertos en su miserable oficio, se dieron cuenta de mi flojedad íntima. Se limitaron a tener paciencia, a seguir ablandándome día tras día. ¿Qué me pasó, por Dios, qué me pasó? Hasta hoy no tengo una respuesta valedera, con poder para conformarme. Y he ensayado cientos de ellas. No me consuela el no ser el único. Otros cayeron aún más bajo.
Mi debilidad te perjudicó en primer término a vos, mi compañero, mi amigo, mi hermano. Cuando te liberaron y volvimos a encontrarnos, creí no poder soportar el momento. ¡Estabas tan feliz, tan entero!
Seguro nunca supiste quién traicionó. Y si lo intuiste- y esta sospecha es lo que más me atormenta- tuviste la grandeza de callar.
Volvimos a compartir jornadas de militancia, esperanzados en la recuperación democrática. Vos pensabas que la nueva etapa abierta nos permitiría desbrozar el camino para seguir avanzando hasta lograr la concreción de lo anhelado. Y yo fingía creer lo mismo.
Me acuerdo que cuando te fuiste a radicar en Mendoza, me dijiste al despedirnos: ¡Fuerza, flaco, todo está por hacerse!
Hoy somos hombres maduros. Tenemos- tengo- la excusa de que la experiencia nos hace ver con mayor certeza la realidad. Aunque, estoy seguro, vos permaneces fiel a tus convicciones. Sin lardes, como siempre, entregándote a la gente. Me parece verte junto con ella en las manifestaciones de estos días.
Yo, en cambio... Carezco de esperanzas. Me parece inútil tanto griterío. Nada cambia, verdaderamente. Y el haberlo sabido siempre, aún sin racionalizarlo, constituiría la médula de mi traición.
De cualquier manera, la profunda disconformidad conmigo mismo continúa presente. Mi vida sigue emponzoñada. No encuentro sosiego en parte alguna. Y esta particular relación que tuve con la ciudad. La quise mucho, siempre me sentí muy bien en ella. Hoy la siento enemiga, me quema la piel su rechazo. Lo sé: también me desprecia.
Termino estas líneas quizás erráticas, un poco deshilvanadas. Sería el momento de saludarte, enviándote un fuerte abrazo nacido en el corazón. No lo haré, huelga decirlo. En cambio romperé esta carta, la tiraré. Y posiblemente quede mirando el cielo empalidecido del crepúsculo, indiferente y distante.



Fragmento 28

- Trato de entenderte, Marcela, pero te juro que no lo consigo.
- No te culpo. A mi misma me es casi imposible explicarlo.
- Pero debe haber un motivo profundo, algo que no funciona bien en vos.
- Es posible.
- ¿No pensaste en consultar con algún especialista?
- Claro que lo pensé. Pero me da vergüenza.
- Acá no se trata de vergüenza, Marcela. El asunto es demasiado serio como para demorar en buscarle una solución. Digo esto suponiendo que has sido total y absolutamente sincera conmigo.
- Te lo juro, María Esther. Nos conocemos desde pibas. Te considero y te quiero como una hermana en quien se tiene plena confianza.
- Desde que me lo dijiste no puedo dejar de pensar en ello. No sólo te quiero a vos, también aprecio mucho a Juan Carlos. Es un gran tipo.
- Y yo sigo enamorada de él.
- Cuando te casaste todas te envidiamos.
- No lo dudo. Y yo hasta último momento viví temiendo que llegara a dejarme.
- Hace apenas dos años de tu matrimonio.
- Tal vez no se trate sólo de tiempo.
- Decís que la intimidad de ustedes es muy buena, que aún dura la pasión. Entonces, ¿por qué?
- Lo único que sé es que a veces tengo ese impulso irresistible y, a pesar de luchar con todas mis fuerzas para superarlo, no lo consigo.
- Pero...
- La primera vez ocurrió durante un viaje que hice sola a Buenos Aires. En el bar del hotel conocí a un uruguayo muy simpático, muy entrador. Luego de una larga charla me invitó, y acepté. Me gusta la aventura. La pasé muy bien. Claro que cuando regresé, llena de remordimientos, no me atrevía a mirarlo a Juan Carlos. Debí inventar un malestar para justificar mi actitud. Pero desde entonces... ¿viste?
- En realidad, siempre fuiste un poco muchachera, Marcela, muy liberal.
- Sin mala intención. Me gustaba más estar entre muchachos que con las chicas porque eran más desprejuiciados, incluso más solidarios. Pero nunca se me ocurrió verlos de otra manera. ¡Si cuando era niña hasta jugaba al fútbol con ellos! O andaba trepada a los árboles con alguno. ¿Te acordás?
- Como no me voy a acordar. Eras la única del grupo en hacer tales diabluras.
- Te asegura que no me resulta difícil conseguir candidatos.
- No lo dudo. Sos muy bonita. Simpática, por añadidura.
- A veces quisiera ser horrible. Y timorata.
- No hay caso, me es imposible entenderte. Si las cosas anduvieran mal entre ustedes, si te enamoraras de otro...
- ¡Qué enamorarme! El hombre de mi vida es Juan Carlos. Si llegara a saber que anda con alguna. ¡lo mato!
- Bueno estaría...
- Te digo más. Cuando estoy con otro pienso en Juan Carlos y me sobreexito.
- Sos muy complicada.
- ¿Viste?
- ¿Y Juan Carlos no sospecha nada?
- No. ¿Por qué va a sospechar?
- Pero tarde o temprano lo descubrirá. Esta ciudad es, a pesar de sus pretensiones, muy pueblerina y chismosa. Además, el círculo de ustedes es bastante estrecho.
- No acepto invitaciones de los amigos.
- ¿Ah, no? ¿Y entonces?
- Son encuentro ocasionales.
- Realmente, estás muy loca. Y con el sida dando vueltas...
- No seás pavota. Sin las debidas precauciones no lo hago.
- Todo esto va a terminar mal, Marcela. Desde ya lo lamento. Poor los dos.
- Tenés razón. Pienso lo mismo. Es cuestión de tiempo. Pueda ser que consiga superarlo. Como te dije, me esfuerzo. Si no, debo admitir que tal es mi destino. Soy bastante fatalista. Lo que está escrito, será. Por otra parte, una vidente a quién consulte, ¿viste?, me dijo que hay una tragedia en mi futuro.
- Esas son estupideces. Es tu voluntad, tu conciencia, la que deben hacerte recuperar tu equilibrio.
- O el paso del tiempo.
- Puede ser. Aunque no confiés mucho es eso.
- María Esther, me costó un montón hacerte esta confidencia. Pero necesitaba desahogarme, aliviar este peso que tengo, esta lucha continua entre mi cuerpo y mis sentimientos. He llegado a pensar que hay dos personas conviviendo en mi.
- Algo esquizoide.
- Una cosa por el estilo.
- Bueno, Marcela, debo dejarte. Está oscureciendo y me esperan en casa. Cuidate.
- Lo hago. Perdé cuidado. Y te repito: lo que será, será. Te acompaño hasta la puerta.
- No dejés de ir por casa. Esperá un momentito. Lo he visto cien veces, pero no resisto el placer de admirar de nuevo tu Castagnino. ¡Es tan hermoso!
- Si, es muy bello. Aunque la idea de comprarlo fue de Juan Carlos, no mía.
- Hasta siempre, Marcela.
- Chau. Cariños a tu marido. Sin segundas intenciones, ¿eh?



Fragmento 29

Los dos chicos salieron temprano a callejear, sin importarles el calor de la siesta. Tendrían diez u once años. El más alto era un morochito de cabellos negros y crespos, esmirriado; el otro, gordito, estaba pelado al rape. Ambos calzaban viejas zapatillas y sus ropas estaban descoloridas, sucias las del crespito.
Fueron primero al río. Desnudándose, por largo rato chapotearon en la corriente mansa. Se arrojaban agua, riendo y gritando.
Luego se tendieron bajo unos sauces, agitados. El peladito cortó un tallo de hierba y comenzó a masticarlo. Un hilito de saliva verde se deslizó por sus labios. El otro se sobaba el pecho y su mirada seguía el vuelo de una paloma.
- Qué macana, no trajimos la honda. Pudimos bajarla, ¿no te parece??- comentó.
- Si, es una macana’ confirmo su compañerito- Pudimos habernos acordado.
- Bueno, no importa. Le perdonamos la vida.
- ¡Ni se imagina la suerte que tiene!
- El peladito se hechó a reír.
- ¡Qué se va a imaginar! No es más que una paloma boluda.
- ¿No se enojará tu vieja porque salimos, Adrián?- interrogó el morochito.
- No está, che. Trabaja en una casa del centro.
- Mejor. Podía cascarte si estaba.
- ¿Cascarme? A mi no me casca nadie.
- Yo, en cambio, la ligo seguido.
- ¿Quién te pega? ¿Tu vieja o tu viejo?
- No tengo a ninguno de los dos. Vivo con doña Josefa. Ella me crió.
- Mira vos...
- Doña Josefa me dijo que mi vieja me dejó con ella y se fue para el sur. Yo era bien pendejito entonces.
- ¿Nunca volvió?
- Nunca. A veces manda plata.
- ¡Ah, está laburando ayá!
- Laburando... Una vez un tipo me dijo que era una puta. Y se cagó de risa el guacho. Cuando sea más grande, te lo juro, le voy a reventar las tripas.
- ¿Vas al cole?
- Claro. No me gusta pero doña Josefa dice que debo aprender. Y dan de comer. ¿Vos también vas?
- Si. Tampoco me gusta, pero mi vieja no afloja. Pasé a cuarto. Lo único bueno es el morfi.
- Raro que viviendo cerca recién nos hayamos visto.
- Estaba en una barra pero me pelié con los vagos y quedé medio solano.
- Y buscate otros chicos.
- Sí. Vos me caíste bien cuando nos encontramos. Fue en la canchita, ¿te acordás?
- Seguro. Jugaste muy bien ese día.
- Soy bueno, sin grupo. ¿Te imaginás si llego a ser como Maradona? ¡Que vidón me daría! Con cien mil locos gritándome en la cancha, muertos de gusto conmigo.
- Sería bárbaro. Quién te dice que no se te dé.
La conversación languideció. Se sentían somnolientos. Entornaron los párpados y pronto quedaron dormidos. Al despertar la tarde estaba madura. Adrián se restregó los ojos y bostezó. Luego:
- Apoliyamos lindo.
- El morochito también se había despertado.
- Tengo sé – comentó- Nos vendrían rebién unos helados.
- ¿ Y de dónde sacamos la guita?
- Adrián miró a su alrededor, Las márgenes del río se habían poblado. Varios automóviles estaban estacionados entre los árboles y grupos de bañistas encrespaban el agua.
- Vamos a pedir, ¿qué te parece?
- Dale.
- Levantándose con desgano comenzaron a recorrer la ribera. Algunas personas ocupaban reposeras o yacían tendidos sobre la hierba. Tuvieron escaso éxito. Apenas obtuvieron unas pocas monedas.
- ¡Qué cosos amargos!- se quejó Adrián.
- Rajemos para el centro. Ahí nos irá mejor.
- Hum... Con el calor habrá poca gente.
- Probemos. Aquí no pasa nada.
Caminando despacio se alejaron del río. Transitando las veredas angostas, buscando el lado de la sombra, les fue mejor con los escasos transeúntes que hallaron. Una señora ya de edad se detuvo cuando la abordaron. Los miro gravemente y después, abriendo con parsimonia su cartera, les obsequió una moneda de un peso.
No la malgasten- recomendó.
- Gracias, señora- dijo el morochito bajando la vista- Se la llevaremos a nuestra madre.
- ¡Ah, son hermanitos! Hacen bien en pensar así.
Cuando la mujer se alejó Adrián le hizo un guiño a su amigo:
- ¡ Se va poner de contenta mamá!
Riendo, resolvieron contar el dinero obtenido. Les alcanzaba. Entraron corriendo a una heladería y, tras pagar adelantado, salieron saboreando ansiosamente la dulce y fresca substancia.
- Quedémonos un rato en la plaza- sugirió Adrián.
Llegaron al paseo lamiendo los envases hasta no dejar ni una gota de helado. Sentados en uno de los bancos de madera pintados de verde, permanecieron ahí largo tiempo, callados, sin perder detalle de cuanto ocurría a su alrededor. A medida que se afirmaba el crepúsculo, aumentaba el tránsito y en la plaza crecía el público. Los chicos se aburrían.
- Vamos a otra parte. Estoy podrido- se quejó el morochito.
Tomaron por una calle flanqueada por altos edificios, pero a medida que se alejaban de la zona céntrica disminuían su altura hasta convertirse en propiedades de una o dos plantas. Los chicos, tras recorrer varias cuadras, doblaron por una calle transversal. Estaba desierta, salvo una anciana de aspecto frágil, llevando una cartera debajo del brazo, que caminaba delante de ellos. Adrián codeó a su compañero.
- ¿Se la quitamos?- sugirió.
- El morochito vaciló:
- ¿Y si aparece alguno?
- ¡No viene nadie! ¿Sos cagón? Que no se diga...
- Soy bien machito. Metámosle nomás.
Avanzaron cautos hasta ponerse a la par de la mujer. Entonces, rápido, Adrián le dio un empujón mientras el otro chico le arrebataba la cartera, escapando a todo correr. La anciana cayó y comenzó a gritar. Ellos doblaron en la primera esquina, sin disminuir el ritmo de su fuga. Se cruzaron con un par de transeúntes, pero éstos no le prestaron atención.
Atravesando un paredón semiderruído, se metieron en un baldío cubierto de yuyales y desperdicios. Deteniéndose, respiraron agitados. Tras un momento de descanso, el morochito abrió la cartera, revolviendo su interior, mientras Adrián observaba, ansioso. Encontraron un pañuelito bordado, unos papeles, el documento de identidad y varias orquillas. Nervioso, el morochito iba arrojando el contenido al suelo, ayudado por Adrián, que también metió mano.
- ¡ Pero esta mierda no tiene nada!- se quejó.
Pero por fin, bien doblado en un rincón, encontraron un billete de cinco pesos.
- Algo es algo- se alegró el morochito.
Arrojando la cartera entre los yuyos, salieron del baldío y continuaron marchando.
- Por aquí cerca hay un supermercado. ¿Y si vamos y compramos chocolates?- propuso Adrián.
- Meta.
- El gran negocio erguía su mole ocupando casi una cuadra entera. Su interior estaba iluminado y la luz se expandía a través de los ventanales. Los muchachitos se detuvieron al observar a un nutrido grupo de mujeres paradas frente a la entrada principal. Un persistente murmullo se desprendía del grupo. Una corpulenta, ostentando una abundante cabellera rojiza, hablaba vivamente con un señor de impecable traje parado frente ella. Pero los chicos observaron, alarmados, a la fila de policías uniformados que se interponían entre el acceso al supermercado y las mujeres. Dos patrulleros estaban detenidos junto al cordón de la vereda.
- Mejor rajemos- dijo Adrián- Hay lío.
- Seguro están pidiendo mercadería- opinó su amigo- La semana pasada pidieron en el que está junto a la capiya de Fatimá.
Los niños cruzaron con paso cauto ante el grupo, encaminándose hacia la villa. Los primeros artefactos del alumbrado público se encendían.



Fragmento 30

Tomé en mis brazos a Jorgito y lo levanté. Gorjeando, feliz, se abrazo a mi cuello.
-¿Vamos a pescar, chango?- invité.
- ¡Vamos, papi, vamos!- aceptó, dándome un beso.
Le avisé a Susana, que estaba tejiendo en la sala.
- No vuelvan tarde- respondió, sin levantar la vista de su labor.
Saque la moto y partimos. El aire nos acariciaba el rostro, una nube rosada deslizándose en el cielo claro, parecía acompañarnos. Sentía como la vida me hacía cosquillas, jugueteando en mi cuerpo. Supuse que tal es la substancia espléndida, el olor de la felicidad.
Cuando llegamos al lago buscamos un lugar cómodo a su vera y lanzamos los anzuelos. Dejé el tarro con las lombrices cerca. Permanecimos callados, atentos al movimiento de las líneas.
El tiempo se deslizaba con la brisa entre los sauces. Respiré bien hondo. Con la mano libre acaricié la cabeza de mi hijo. Mi hijo. Sentir su cuerpecillo a mi lado me provoca una emoción inefable, cada día renovada. Ya desde nuestro noviazgo soñábamos con Susana en tener un niño que se llamaría así: Jorgito. Y se dio. Cuando me dijo que estaba embarazada, sólo atiné a abrazarla muy fuerte. Una amiga de Susana nos prestó el libro de Pedroni y con él fuimos siguiendo luna a luna el crecimiento del dulce misterio. Estuve a su lado en el trámite del parto. Cuando me presentaron esa figurita rojiza y gritona, no pude resistirlo. Me desmayé. Pasamos, por supuesto, las inquietudes y temores de todos los padres noveles. Una simple tosecilla, un poco de fiebre bastaban para angustiarnos. Me sentía celoso- es ridículo, lo sé- de los mimos que los abuelos le hacían. Su primer día en el jardín de infantes fue un desgarramiento para nosotros. Dejarlo entre rostros extraños, entre manos ajenas... Ahora ya cursó segundo grado. Pasó a tercero. Va creciendo y se afirma su personalidad. Me alegro, claro, pero también una espinilla se me clava en el corazón. Un día surgirá una muchacha, otro, se casará. Le comento estos pensamientos a Susana y ella, aunque estoy seguro que siente lo mismo, se hace la fuerte. Es la vida, dice, nosotros procedimos igual. ¿O querés que sea un solterón maniático y amargado? ¡Dios nos libre!, replico, no muy convencido.
- No pican, papi- dijo Jorgito, arrancándome de mis meditaciones.
- Ya picarán- respondí- Tal vez sea la hora. Debemos tener paciencia. Es la virtud del buen pescador.
- ¡Ufa!- se quejó- Podríamos sacar uno...
- Te lo a seguro. Vamos a llevar varios a casa.
Jorgito me miró de soslayo, un poco burlón.
- Vamos a ver- rió.
Le dí una ligera cachetada en la mejilla.
- Tenga confianza en lo que le dice su padre, caballerito.
Pero casi tuvo razón. Tras casi dos horas de pesca apenas si obtuvimos un bagre y algunas mojarritas. Jorgito no ocultó su desilusión:
- Nunca tuvimos un día tan malo, ¿no es cierto, papi?
- Otra vez será- filosofé.
Pusimos los pescados en una bolsa de plástico y montamos en la moto. Regresamos.
- Al marido de la seño también le gusta pescar- comentó Jorgito- Pero sabe irse a Bariloche.
- Suertudo- dije, con cierta envidia.
Susana movió la cabeza cuando vio los resultados de nuestra excursión.
- Pobrecita la pesca- opinó.
- Pero la pasamos bien, ¿no es así, Jorgito?- respondí.
- Estuvo lindo, mami- corroboró nuestro niño.
- Bueno- dijo mi mujer- Vayan a lavarse. En un ratito tendré lista la comida.
Obedecimos su indicación.
El joven se levanta despacio del sillón de mimbre que ocupa en la galería abierta hacia el jardín donde los rosales florecidos ejercen su perfumado dominio. De a poco la penumbre extiende su presencia. Perdura el calor. Parándose al borde de la galería, frunce el ceño. ¿Hasta cuando seguirá con sus sueños? ¿Hasta cuando imaginará con nitidez fotográfica escenas felices? Es un triste autoengaño dejar volar sus anhelos por territorios a los cuales es incapaz de llegar en la realidad. Pero si no lo sueño más difícil aún será su conquista, reflexiona mientras oye el trajinar de su madre en la cocina próxima. Es imperativo desear para actuar, ¿o no? Bah, lo más seguro es que nunca encuentre a una Susana, que jamás un Jorgito llene de plenitud sus días. ¿Y la moto? Ya ni se acuerda desde cuando la desea. Cada vez que puede se arrima al local de la concesionaria. Ahí está, poderosa, reluciente, agazapada como una pantera lista para saltar, la Honda que lo subyuga. ¡Cuando diablos va a tener la plata para comprarla! Como están las cosas, en la puta vida.
Hundiendo sus manos en los bolsillos del pantalón, más deprimido que de costumbre, entra a la cocina.





Fragmento 31

- Me gusta conversar con usted, Caviglia. Me agrada su espíritu. Su optimismo asombra.
- No pretenderá que sea un personaje tanguero, que tenga el corazón deslucido por esa hermosura melancólica de nuestras zambas, casi siempre ensombrecidas por la soledad. No, me gusta nuestra música, pero he tratado de ir por otros caminos.
- ¿A pesar de todo?
- A pesar de todo.
- Le seré franco: me hubiera gustado ser como usted.
- Somos hombres en la cincuentena. Tenemos experiencia. Y de lo aprendido hamos sacado conclusiones, ¿no es cierto? En mi caso han sido positivas. Me gusta ver el lado bueno de las cosas. Es el viejo ejemplo de la botella, ¿recuerda? Está medio vacía, dice el pesimista. Está medio llena, afirma el optimista.
- Ja, ja, ja...
- Soy un enamorado de la vida. Muchas veces he sentido la frustración de no ser poeta, de carecer del don para expresar con profundidad y hermosura cuanto arde en mi. Apenas si soy un modesto comerciante tratando de capear estos tiempos tan duros.
- Justamente el ver como anda nuestro país, que alguna vez fue considerado uno de los más ricos del mundo, con mejor futuro, basta para hacer naufragar a cualquier esperanza. Me parece que de este pozo no salimos más.
- Será difícil, desde luego, pero para las grandes empresas han sido hechos los valientes. Y yo, dentro de mis limitaciones, me considero un hombre corajudo.
- Si sólo se tratará de coraje.
- Es lo esencial. Con flojeras no se va a ninguna parte.
- Bueno...
- Dígame: ¿hay otro modo?
- No sé...
- Uno se cansa de pelear y recoger sólo frustraciones.
- Usted se queja siendo funcionario público. Imagine lo que experimentamos los demás.
- No se crea que por estar en el aparato estatal tenemos todo solucionado. Es todo lo contrario. Siga la pelea de nuestro sindicato, la postura de Di Genaro.
- No creo tal cosa. Y sigo con mucha simpatía el accionar del sindicato. Di Genaro es la contrafigura, aparentemente, del típico burócrata sindical.
- Me alegro de oírle decir esto.
- Retornando al tema de mi optimismo. Hay una notable fuerza en mi. Siento el transitar poderoso de mi sangre, la elasticidad de mis músculos, el permanente afán de vivir que me acucia. Cada mañana me despierto con el ánimo renovado, con el deseo de hacer cosas, feliz de poder seguir luchando.
- Luchando siempre contra las mismas dificultades...
- Así es, por desgracia.
- Ya ve.
- Recuerdo mucha a mis abuelos. Ellos arribaron a este país con una mano adelante y la otra atrás, como suele decirse. Pero querían construirse un futuro, querían lograr una vida plena, sin las estrecheces y servidumbres de las tierras que abandonaron. Estaban dispuestos a trabajar duro. Lo hicieron, forjándose una posición. No era gente de lamentarse, de lloriquear.
- Pero no todos los inmigrantes triunfaron. Muchos fueron acogotados por la pobreza. Tengo entendido que la mitad de quienes vinieron retornaron a sus países, desilusionados.
- Así fue, en efecto. Debe considerarse, antes de abrir juicio, que en cualquier parte ocurre lo mismo. La fortuna, el bienestar, desgraciadamente no suelen estar al alcance de todos.
- Entre las muchas cosas que debemos agradecer a los inmigrantes, una de las mayores, a mi juicio, es que crearon las primeras organizaciones sindicales. Fueron capaces de darles una esperanza a los de abajo, a quienes siempre pagaron el pato de la boda.
- Usted me está dando la razón en cuanto a la vigencia de mi optimismo. La vida es lucha, afán, saberse jugar sin vacilaciones por lo que consideramos justo y necesario. Perdóneme, pero usted es contradictorio. Por un lado ve todo negro y por el otro admira a quienes, en el fondo, adoptan actitudes idénticas a las mías.
- Si, es verdad... Me doy cuenta. Ocurre que a veces uno se desespera cuando ve tantos sacrificios desperdiciados, tantas esperanzas aniquiladas. Por cuanto se hizo uno tiene el derecho de esperar otros resultados.
- Quizás no se bregó lo suficiente, se encararon mal los acontecimientos. Aquellos que pretendieron conseguir un país más justo, más equitativo, no tuvieron capacidad para aunar fuerzas y conseguirlo. Sobre todo, carecimos de una clase de dirigente capaz de edificar una nación realmente moderna. Con la organización nacional se consolidó un país dependiente, sin auténtica autonomía, sin ese poder real que está en la médula de todas las grandes naciones. Soy un aficionado a la historia y he leído bastante sobre el tema.
- Yo también la frecuento, en especial la nuestra, claro está. Desde el secundario...
- Actitud rara en un adolescente.
- Me cargaban los otros muchachos. Decían que yo estudiaba tanto porque estaba enamorado de la profesora y quería impresionarla.
- Linda época la del secundario. Bueno, el hecho es que aquí gobernó siempre la derecha, desde la más recalcitrante hasta la populista. Mal les fue a quienes pretendieron crear un país distinto. Recuerde a Moreno, Belgrano, Castelli, Monteagudo, Rivadavia, el desdichado Echeverría, del cual no han quedado ni los huesos. El mismo Sarmiento, boicoteando siempre en sus proyectos más ambiciosos.
- Al fin y al cabo, ellos sólo pretendían instaurar una nación capitalista moderna, a tono con el siglo diecinueve.
- Exacto. Lástima que quienes gobernaban, en última instancia, eran las vacas.
- Pastando en los enormes latifundios.
- Que venían desde la colonia, con las mercedes reales. El de los Cabrera en el sur de Córdoba, por ejemplo, se extendía desde el actual río Quinto hasta la laguna Melincué, ubicada en la hoy provincia de Santa Fe.
- Si no me equivoco los Anchorena llegaron a tener quinientas mil hectáreas en la provincia de Buenos Aires, vale decir en el corazón de la pampa húmeda. Uno de ellos, Nicolás Anchorena, dejó al morir doce millones de duros, suma enorme para la época.
- Y su pariente, don Juan Manuel, también era un poderoso terrateniente. En su testamento, según afirma el autor Antonio Dellepiane en su libro “ El testamento de Rosas”, figuran, entre otras, las estancias “ Los Cerrillos”, ubicada en Monte, que tenía ciento veinte leguas, y la de Rincón de López, con cincuenta leguas, donde pastaban ciento dieciseis mil cabezas de ganado.
- Hubo una repartija de la tierra pública realmente escandalosa. Para ello utilizaron inclusive la ley de enfiteusis de Rivadavia, creada con un propósito muy distinto.
- De esa matriz nacieron y se afianzaron los caudillos, señores de horca y cuchillo en sus provincias. Sarmiento, con su habitual claridad, lo dijo en 1857, al afirmar que ellos " son el resultado de la falta de leyes justas sobre la distribución de la tierra” Ojalá cite bien. La memoria me suele fallar.
- Hubo una excepción, sin embargo. La de la provincia de Mendoza y, en menor medida, la del resto de la región cuyana. Allí hubo otra estructura económica. Tal vez por ello la eligió a San Martín para organizar su ejército.
- Es verdad. Pero el caso es que de tal formación nacional surgió el país que tenemos hoy. Es la herencia de los Rosas, Anchorena, Martínez de Hoz, Santamarina y tutti quanti.
- Más avanzamos en nuestra conversación, menos me explico su optimismo, salvo, desde luego, al que aplica en sus actividades particulares, aunque andando tan mal la república...
- Se lo repito: amo la vida, la amo con fervor, todo cuanto soy me empuja al hacer decidido, tesonero. No lo dude, tarde o temprano sacaremos a esta tierra del pozo y surgirá un país muy distinto.
- Dios le conserve el optimismo.
- Dios o mi naturaleza. El caso es que agradezco todos los días la dicha de ser así.
- Está relampagueando. Se viene la tormenta. Es mejor rumbear para las casas, como dicen los paisanos. Hasta pronto, Caviglia.
- Que le vaya bien.



Fragmento 32

El automóvil se detuvo bajo un foco cuya claridad anulaba la creciente oscuridad del anochecer. Por la ventanilla del conductor asomó el rostro alauchado de un adolescente.
- ¿Vamos a dar una vuelta, Alfio?- invitó el jovencito que caminaba despacio por el lugar.
Este, con expresión asombrada, se acercó al vehículo.
- ¿Te lo prestó tu viejo?- quiso saber- Debe ser la primera vez.
- Algo así- respondió, elusivo, el muchacho. – Vení, lo tengo por un rato.
Alfio subió al coche.
- ¿Adonde vamos?. preguntó mientras se acomodaba en la butaca.
- Tengo ganas de joder. Podemos ir hasta la ruta y meterle un poco de pata.
Las mejillas acribilladas por el acné de su amigo se contrajeron.
- Está oscureciendo, che – dijo, algo temeroso el tono- No vayamos a hacer macanas.
Poniendo en marcha el auto, el cara de laucha lo tranquilizó:
Quedate piola. Manejo muy bien.
Enfilaron hacia las afueras, en procura del camino que abrazaba a la ciudad.
-¿Cómo andas con la piba que atracaste el domingo?- preguntó el del acné, aparentemente aplacado su temor.
- Ando al pelo. Esta regalada. El sábado nos veremos de nuevo y, si todo sale como pienso, me la voy a voltear nomás.
- Vos sos medio farolero- opinó el otro- Me pareció una minita seria.
- Me aceptó enseguida. Y, viste, bailó conmigo sin darle bola a ningún otro vago- puntualizó, ufano el conductor.
Los automóviles con los cuales se cruzaban ya llevaban encendidos los faros lamiendo su claridad el parabrisas del coche donde iban los adolescentes.
- Si serán boludos- se quejó el ratoncito- Meten la luz alta. Haré lo mismo.
- No jodás también vos- recomendó Alfio. Y agrego mirándolo de reojo- Supongo que no le habrás sacado el auto a tu viejo sin permiso.
- Dejá de pensar sonseras. Es como te dije: me lo prestó.
Llegados a la ruta, comenzó a aumentar la velocidad. Árboles, casas, cercos, se desplazaban fugazmente. Al tomar una curva, el automóvil se bandeó.
¡Pará, loco, pará!- gritó el acompañante- No haremos bosta.
El conductor retomó el control del vehículo y éste volvió a transitar con normalidad por el pavimento, aunque su velocidad continuaba elevada.
- Me caga de gusto ir ligero- dijo el cara de laucha- Sentís hasta el mango todo lo que puede dar el auto.
- La puta madre- se lamentó Alfio- No debí subir. Sos un tarado.
- No te cagués que no hay quien te lave.
- En la adensada penumbra el automóvil era una fuerza creando su propio espacio, un espacio de límites precisos e inviolables. Los que pretendieran romper esas fronteras serían sin duda aniquilados. La serpiente negra del camino era triturada por los neumáticos, desapareciendo bajo su alocado rodar.
- Pará, por favor, pará- rogaba Alfio, empalidecido.
- Maricón, maricón- se burlaba el dueño del volante.
Rozándola casi, superó a una vieja camioneta que traqueteaba, cansina.
- Flor de susto debe haber tenido el tipo- rió- Mejor, así aprende a no ir como una tortuga. A esos cachivaches no deberían permitirle circular.
El coche se estremeció, dando un brinco, al pasar por un bache. El conductor, con mano firme, le hizo recobrar la estabilidad.
- De ésta no nos salvamos- se lamentó Alfio, enflaquecida la voz- Quedaremos hecho pelota.
El profundo ronronear del motor modulaba su potencia. Árboles, casas, cercos.
Lejanos relámpagos sobre el horizonte. Arboles, casas, cercos. Apareciendo y desapareciendo velozmente entre la luz de los faros y la oscuridad.
De pronto, surgiendo de un oculto camino vecinal, apareció una niña montada en una bicicleta. El muchacho pegó un volantazo, pero aunque el automóvil se desvió, igual embistió con un costado del capó a la ciclista, arrojándola por el aire. El adolescente, retomando su carril, siguió sin amainar la velocidad.
- Matamos a la chica, la puta que te parió, matamos a la chica!- gritó Alfio, volviéndose en el asiento tratando de mirar hacia atrás- Pará, pará...
El que manejaba, lívido, apretando los labios, no le hizo caso. El granujiento intentó manotearle el volante. Con un codazo en el costado se lo impidió.
- No volvás a hacerlo- murmuró- No podemos parar, boludo. Iremos en cana. No tengo carné, soy menor. Debemos rajar. Si se entera mi viejo me mata. Saqué el coche sin permiso.
Mudo, aterrado, Alfio se hundió en la butaca. El automóvil continuó su desenfrenada carrera.



Fragmento 33

Frunciendo el ceño, contempló a través del ventanal del bar los relámpagos que de tanto en tanto viboreaban por el ennegrecido horizonte. Un lejano rumor de truenos alteraba apenas la espesura del aire caliente. El parroquia no se hechó atrás en la silla. Le gustaba sumergirse en el calor. Levantando el vaso, tomó un largo sorbo de cerveza, pasando después la lengua por sus labios. El dueño del boliche se acercó a la mesa. Estaban sólo ellos en el negocio.
- ¿Cómo andan tus cosas, Gómez?- preguntó, sonriente.
El cliente, sacado de su abstracción, se estremeció. Lo contempló como si viniera desde muy lejos y descubriera a un ser absurdo y desconocido.
-¡Qué cosas, como andan qué cosas!- gritó, alterado.
- Disculpame, no quise molestarte- se excusó su interlocutor- ¿no te sentís bien?
- Estoy bien, estoy bien. Pero ya sabés que siempre ando medio nervioso.
El del bar le apoyó una mano sobre el brazo.
- Si, ya lo sé- dijo- Quería saber si pudiste conseguir algún laburo.
- No, qué voy a conseguir. Con la malaria que hay... Tampoco me preocupo mucho en buscarlo. ¡Tuve tantos! Gracias a Dios la Patricia conserva el suyo.
- Y tienen cuatro chicos...
- Después de lo que pasé tuve mucha necesidad de tenerlos, te lo juro.
- Si, entiendo, pero dada la situación de ustedes fue poco prudente.
- No digas nada. Tengo jodida mi vida y jodo la de los demás.
El hombre tornó a mirar el firmamento tatuado por los relámpagos. El propietario pareció querer agregar algo, pero regresó a ocupar su lugar tras el mostrador. El cliente terminó de beber la cerveza. De repente un trueno fuerte y prolongado estalló haciendo vibrar el recinto. El hombre se levantó de un salto, aferrándose al respaldo de la silla. El comerciante intentó serenarlo:
- Es un trueno nada más, Gómez.
- Si... claro- balbuceó, temblorosa la voz.
- Es curioso que sigas así después de tanto tiempo- reflexionó el del bar- A vos te hicieron tratamiento psicológico y todo.
- Qué tratamiento ni qué tratamiento- respondió, recuperando el tono de su voz- De eso no te recuperás nunca. Ya se han suicidado más de trescientos. Se hundieron peor que yo, evidentemente.
Tragó saliva y luego continuó:
- Si en un momento muy jodido que tuve no hice lo mismo fue gracias a la Patricia. Es un mujerón. Cuando estaba allá recordarla era lo único que me sostenía. Noviamos desde pendejos, vos lo sabes.
- Por supuesto que lo sé- sonrió su amigo- Eran el comentario del barrio.
El hombre tornó a sentarse. Sentía los latidos aún presurosos del corazón.
- No soporto la humedad, el barro- dijo en tono bajo- Quiero estar siempre limpio
- En abril se cumplen dos décadas. Parece increíble, y ustedes...
- Si, ha pasado un montón de tiempo- murmuró Gómez- Tanto entusiasmo, tanto barullo cuando partimos. Y mira ahora.
- Pero están las asociaciones de veteranos. Ustedes se han organizado. Acá mismo, en la ciudad...
- No todos. Tampoco es oro todo lo que reluce. Pero la gente por lo visto olvidó.
- ¡La gente!- exclamó el comerciante- La gente olvida rápido, Gómez. Y con lo que pasa en el país. Observa como estamos.
- Siempre hay excusas, siempre- el acento era amargo- En medio del miedo, esperando morir a cada momento, mal comidos, acurrucados en esos malditos pozos de zorro, mojados, aguantando a los oficiales que en su mayoría eran unos reverendos cabrones, uno creía estar haciendo algo importante por la patria. Buenos estúpidos fuimos.
Rió, levantándose.
- Mejor me voy antes que comience a llover.
Acercándose al mostrador pagó lo consumido.
- Hasta cualquier rato- saludó.
- Que te vaya bien, Gómez. Llegarán tiempos mejores.
Salió a la oscuridad. Cuando otro relámpago quebró la negrura, el pareció ver en una fugaz, rapidísima visión, el cuerpo despedazado del correntino Miranda, un petizo con una fea cicatriz deformándole la cara, muy guacho, que estaba en su mismo batallón, y con quien estableciera una buena amistad. Apresuró el paso. Le dolía el estómago.



Fragmento 34

Maldito calor. No afloja. Creí que al llegar la noche amainaría. Sobre todo confiaba en la lluvia. Pero al parecer la tormenta se ha disipado. Mucho relámpago, mucho trueno, y al final nada. Se fue en aprontes nomás. Paciencia. La temperatura me encrespa los nervios. Y m{as teniendo en cuenta la entrevista que me espera. Porque hoy deberé verlo a Boschetti sin falta. Su aviso no me deja escapatoria. Se me revuelven las tripas de sólo pensar en contemplarle la facha. Esa sonrisita melíflua que desmienten los ojos helados, esa cortesía un poco anticuada pero también falsa. Con los mismos rendivús el hijo de puta puede clavarte un cuchillo en el estómago. Sonriendo siempre, no faltaba más... Naturalmente, nadie me obligó a requerir sus servicios. Sus servicios... Mi manera de ser es la verdadera y única culpable. A no quejarse entonces. Aunque por lo menos debería tener derecho al pataleo.
Desde la memoria me golpean las palabras de papá. Sos un inútil, una bala perdida, no tenés futuro. Y al decirlas le brillaba colérica la mirada tras los gruesos cristales de sus anteojos.
Tuvo absoluta razón. Salvo en no tener futuro. Lo tuve, pero el peor de todos. ¿Qué es lo que falla en mi? Un millón de veces me lo he preguntado sin encontrar ninguna respuesta valedera. Gozé de cuantas oportunidades quise. Las lógicas otorgadas al hijo único de una familia acomodada. Todas las desperdicié.
A lo largo del tiempo he sido urgido por una oscura, subterránea inquietud. Ansié experimentar cosas nuevas y distintas, capaces de encender la sangre y erizar la piel. me aburría y me aburro en esta ciudad previsible y vulgar.
Nunca encaré seriamente un estudio o trabajo. De continuo gasté a costillas, de papá. No tuve inconvenientes en humillarme para conseguir su ayuda. Malagestado, protestando, casi nunca me la negó.
Lo único capaz de animarme es el juego, la magia maldita del tapete verde. Siempre. Hasta hoy.
¡Quejarme de tener que ver a Boschetti! Los tipos como yo somos segura carne de usureros.
Cuando mis padres murieron en un accidente automovilístico y heredé, creí arribar al paraíso. Por fin tenía mis problemas solucionados, por fin el dinero fluiría sin ruegos ni servilismos a mis bolsillos. Incluso albergué- ingenuo- propósitos de enmienda. Reforcé tan loables intenciones casándome con Delia, tan dulce, tan bella, tan apetecible.
Un tiempo pareció que lograría alcanzar mis noveles afanes. No duró la ilusión. Torné poco a poco a las andadas. Y como no entiendo nada de negocios, además de malgastar los bienes heredados, los descuidé. Pronto se diluyeron igual que agua en un arenal.
Mi matrimonio también fracasó. Delia, que tras su belleza y su dulzura escondía un carácter férreo y un corazón blindado, me comenzó a presionar, exigiéndome posturas concretas y definitivas, capaces de orientar correctamente nuestras vidas. Naturalmente, prometí, juré, hasta me esforcé. ¿Es necesario comentar los resultados? Epílogo: un buen día, dejándome una carta breve y precisa, se marchó con uno de mis amigos, abogado conversador y exitoso, de sólido prestigio profesional y, por ende, también social. A partir de entonces entré en caída libre. Una caída cuyo final ocurrirá posiblemente dentro de unas horas en casa de Boschetti.
Es mejor no pensar más, terminar con este tardío examen de conciencia, efectuado bajo el influjo del calor y la ausencia de la lluvia.
Pronto partiré, decido, si falo con el usurero, a no regresar.



Fragmento 35

- ¿Vas a la manifestación?
- Te soy sincero. Tengo pocas ganas.
- No se trata de ganas o no ganas, me parece. Cómo están las cosas debemos movernos un poco, expresando nuestra protesta.
- Si, eso no lo discuto, pero siendo siempre el tema central el cacerolazo contra el corralito, esa actitud ya me tiene un poco podrido.
- ¿Te parece bien lo dispuesto por Cavallo, ese tipo nefasto? Es una estafa financiera colosal.
- Sí, sí, está bien, pero me jode que a nuestra clase media recién se le avivó el fervor justiciero cuando le tocaron el bolsillo. ¿Y las mil perradas hechas antes por nuestros gobiernos? ¿Y el genocidio del setenta y seis? Entonces, esta misma clase media repetía como el loro, “ algo habrán hecho”.
- Tenés razón, sin duda. Y ase sabe cuales son sus normas de conducta.
- Al carajo las normas de conducta. Lo real es que no los trago.
- Decime, ¿vos a que clase pertenecés?
- Por desgracia a ella, no puedo negarlo, pero me considero una marginal, alguien que siempre trató de patearles el tablero.
- Ya lo sé. Incluso nunca fuiste muy amigo de la ciudad por lo mismo.
- No te quepa duda. Tiene el cretinismo característico del sector.
- No abuses del lenguaje.
- No creás, todavía me quedo corto.
- Reconocé, por lo menos, que actualmente está muy golpeada, y el corralito es y será, si no se anula, otro clavo en su ataúd.
- Que se jodan. No sentiré tristeza por su destino, te lo aseguro.
- Tenés una posición sactaria, por otra parte falsa.
- ¿Falsa? ¡Por favor!
- Total y absolutamente falsa. ¿Acaso creés que son culpables del actual desastre?
- No claro. Pero interpretá como debe ser mi posición. No son los responsables pero sin son, seguro, los cómplices.
- El movimiento cooperativo, en su mayoría, alertó sobre las consecuencias que tendría este plan económico. ¿Y a qué segmento social pertenece la que tendría este plan económico. ¿Y a que segmento social pertenece la inmensa mayoría de sus integrantes? Equilibrio en los juicios, che.
- Los cooperativistas son minoritarios. Quienes marcaban el compás eran los que ansiaban ir a Miami a efectuar compras. “Déme dos”.
- Bueno, terminémosla, porque de lo contrario vamos a estar toda la noche discutiendo sin ponernos de acuerdo y dentro de una hora apenas comenzará la concentración.
- No me gusta que me empujen.
- Nadie te empuja. Es tu exclusiva decisión. Pero te adelanto algo.
- ¿Adelantarme?
- Según rumores que me han llegado, la de hoy no será sólo un cacerolazo.
- ¿Ah, no? ¿Y qué será, me lo podes explicar?
- No te explicaré nada. Vamos juntos y ahí lo verás con tus propios ojos.
- Vos tratas de engrupirme para hacerme ir.
- Vamos. No te vas a arrepentir.
- Hum... Sos un maldito. Tenés poder de persuación. Andemos nomás.
- Por suerte se disipó la tormenta. La gente podrá ir.



Fragmento 36

Me gusta la noche. Me gusta su recato, ese deslizarse en punta de pies que tiene. Se despliega con delicadeza, sin estridencias, sabedora de que el misterio, lo mágico, anda incúbandose entre sus pliegues, se acurruca espectante en su espesura.
Lo común, lo cotidiano, aquello que ya no nos motiva, el trastabilleo que suele entorpecer nuestros pasos, parece batirse en retirada ante ella.
Encapsulados por su densidad, los edificios se metamorfosean adquiriendo otra textura. Sus muros danzan entre las sombras, ligeros y airosos.
En los árboles la oscuridad es un pájaro más, descansando con sus alas plegadas.
Los charcos de luz de los faroles callejeros son intrusos que no pueden roer su encanto.
Los rostros de los transeúntes se ahondan y casi dejan escapar los recovecos de su espíritu.
Creo ver surgir criaturas primitivas, los iniciales pobladores del planeta. Las sombras adoptan sus formas, le dan una aparente corporeidad.
Camino protegido por su calor de útero primordial. Una gustosa tranquilidad me habita. Pienso en la muerte y no me asusta como de costumbre. La imagino perdiéndose acorralada por su manto protector.
En el cielo negro una estrella cae hacia sus bordes.
El oído se torna más sensible, se agudiza tratando de captar hasta el más diminuto sonido. Los olores también adquieren otra espesura.
Desde una ventana abierta se distingue una familia reunida en torno a la mesa consumiendo sus alimentos, sustancias nutricias más rotundas ahora, sin duda, que en la claridad diurna.
Cada fragmento de mi piel es un receptor de sensaciones. Las pinceladas de las sombras la cubren de una dulce pátina.
En estos momentos entiendo que una manifestación reivindicativa se concentra en el centro de la ciudad. En las manos de la noche brota, por lo visto, una limpia espada justiciera.
Me gusta la noche. Me gusta su recato, ese deslizarse en punra de pies que tiene.



Fragmento 37

Comenzaron a llegar de a poco. Uno a uno, en pequeños grupos. Algunos transeúntes, al verlos, se detenían a observarlos, curioso...
La mayoría de los manifestantes portaban cacerolas y pronto comenzó a oírse su estrépito.
Policías con cascos y armas estaban estacionados de trecho en trecho. Patrulleros cerraron las esquinas y el tránsito vehicular se interrumpió. Los ómnibus del servicio urbano debían desviarse una cuadra antes. El gas de mercurio de los artefactos instalados en las altas columnas erguidas alrededor de la plaza clarificaba cuanto iba sucediendo.
Una columna portando algunos carteles apareció por un cruce de calles y se agrupó cerca de la catedral. No era numerosa y sus integrantes vestían modestamente. Se distinguían del resto de los concurrentes y se mantuvieron apartados.
Grupos de muchachones deambulaban de un lado al otro.
De a poco la plaza fue llenándose de gente. La mayoría se estacionaba en los veredones pero otros pisoteaban los canteros. Comenzaron a oírse voces que procuraban sobreponerse al estrépito de las cacerolas:
- ¡Que nos devuelvan nuestro dinero!
- ¡ Depositamos dólares y queremos dólares!
- ¡Banqueros ladrones!
- Los depositantes unidos jamás serán vencidos.
La plaza se encrespaba, un oleaje de cabezas semejaba aguas agitadas. Entre los concurrentes había matrimonios jóvenes empujando cochecitos con bebés, las madres cuidando a sus hijos en tanto alzaban sus voces gritando las consignas. El grupo más humilde, al cual se unieron estudiantes, movía sus carteles: “Queremos trabajo”, “El pueblo unido jamás será vencido”, “ Abajo el F.M.I.”
La gente abandonó la plaza ocupando la calzada e iniciando una marcha encolumnada alrededor de ella, flanqueada por los policías. Un calor singular parecía desprenderse de la multitud, ascendiendo y modificando la temperatura nocturna. De los muchachones surgió una voz:
- Vamos a los bancos.
Rápidamente el grupo se desprendió de la columna y enfiló hacia las cercanas sucursales bancarias. En los puños brotaron piedras que fueron a estrellarse contra los ventanales. La policía se precipitó tratando de impedir su accionar. Corridas, forcejeos, gritos. Una piedra de grandes dimensiones, arrojada por un mozo alto y corpulento, hizo estallar el cristal de una de las aberturas, y una cascada de reflejos fragmentados se derrumbó sobre la vereda y la calle. Tres agentes rodearon al joven y quisieron detenerlo. Este se defendía con fiereza y los policías redoblaban sus esfuerzos para dominarlo. De algún lugar partió un pedruzco que golpeó en la cabeza a uno de los uniformados. Se desplomó. Otros agentes se unieron a sus colegas, tratando de reducirlo sin miramientos, en tanto el resto, empujaba a los demás para hacerlos retroceder. Por fin fue dominado. Cuatro policías lo llevaron en el aire, aferrándole brazos y piernas, mientras él se retorcía procurando liberarse. Vocerío:
- ¡Sueltenló!
- ¡Metan presos a los banqueros, cabrones!
- ¿Está es la democracia?
El detenido fue metido a los empujones en un patrullero que se puso en marcha pateado por manifestantes enardecidos. Comenzaron las corridas. Los agentes iban de un lado al otro. Los jóvenes seguían apedreando los bancos, huyendo al advertir la cercanía de la autoridad. Se escucharon recomendaciones:
- Tengamos calma.
- No tiren más piedras.
- Queremos un acto pacífico.
Redoblaban las cacerolas. Un par de camarógrafos de la televisión se desplazaban registrando los incidentes. Periodistas, micrófono en mano, interrogaban a personas que, a veces, respondían con frases presurosas. Cundía el desórden. Alarmados, manifestantes se retiraban del lugar, especialmente mujeres con criaturas, Un hombre de pelo largo y ojos ardientes se subió a un banco de la plaza y gritó:
- ¡Vamos a hacerle un escrache al diputado!
Muchos aprobaron la sugerencia de ir hasta el domicilio del único legislador nacional residente en la ciudad.
- ¡A escracharlo! ¡Que se vayan los políticos podridos”- vociferaron.
Con presteza partieron hacia la casa del dirigente, en tanto de quienes portaban los carteles partían consignas:
- ¡ Liberación nacional!
- ¡ El pueblo al poder ¡
- ¡Cárcel a los corruptos!
Quienes quedaban reiniciaron la marcha alrededor de la plaza. No se produjeron nuevos incidentes. Despacio la gente se fue dispersando, cansados, golpeando todavía algunos las cacerolas. El calor de la noche, policromado por los acontecimientos, se transformó en casi el único ocupante del gran espacio.

Fragmento 38

Regreso tarde a casa. Pese a mis intenciones, pasé todo el día lejos de ella. Una sorpresiva invitación a almorzar de un antiguo amigo, a quién desde hace mucho tiempo no veía, la prolongada sobremesa, otras diligencias que me quedaron para hacer en la tarde, mi habitual visita al bar donde tomé un cortado y leí los diarios, todo se confabuló para que, soportando el calor, sintiendo la molestia de la transpiración, muy cansado, recién ahora esté de vuelta, contento de verme protegido por los muros fraternales de mi casa.
Tenía el propósito de ir al cementerio, pero no lo hice. Durante mi última visita la pasé muy mal. Junto a la tumba de Leonor, tratando de acomodar con mano temblorosa en le florero el ramo que llevaba, un fuerte mareo casi me hizo desplomar. Tardé un rato en recuperarme. Cuando lo hube logrado salí con paso muy lento del camposanto. Hoy tuve miedo de que la penosa situación se repitiera, agravada quizás por la elevada temperatura. Ya pesan los años. De cualquier manera, ir o no ir resulta secundario. Lo real es la presencia viva de Leonor en mi corazón.
El almuerzo con Ojeda- así se apellida el amigo que me invitó- ha sido una experiencia muy interesante. no son muy frecuentes estas invitaciones. Son excepcionales, diría, para ser bien preciso. Hablé mucho durante su transcurso. Verdaderamente me asombró hablar tanto, yo, que soy tan lacónico, que paso infinidad de días intercambiando las frases imprescindibles con aquellas personas que vienen a casa por motivos muy concretos_ quien me trae la comida, la encargada de la limpieza, algún vendedor ambulante. En el bar apenas si saludo a otros clientes habituales. No me gusta hablar, le tengo verdadera tirria a las personas parlanchinas. Su blablabla me provoca una sensación de liviandad, me parecen seres horizontales, pura superficie.
Pero mi parquedad tal vez obedezca a una razón más profunda. Lo cierto es que siempre me he sentido lejos de los demás. Fui un infante solitario, un adolescente solitario y en la actualidad soy un adulto solitario. Alguna vez me permití esbozar una teorá tendiente a explicar lo que denomino mi “ajenidad”. Tuve y tengo muy pocos, más que amigos, simples conocidos. Ojeda es la excepción que justifica la regla. Tampoco soy, huelga decirlo, familiero. A mis parientes los veo cada muerte de obispo. Nadie me visita. Aún no me explico cómo nació y llegó a buen puerto mi historia con Leonor. Sin duda porque fue ella quien tomó la iniciativa. Ambos trabajábamos en la misma empresa estatal. Y a pesar de sus insinuaciones, ¡Vaya si me costó decidirme, iniciar el noviazgo! Y lo pensé mil veces antes de arribar al matrimonio, impulsado, es verdad, por la indisimulada presión de su familia y la mía. Sin embargo, a pesar de mis indecisiones, creo que nuestro matrimonio resultó satisfactorio. Con Leonor aprendí a conversar, a expresar mis opiniones, el concepto que tengo de la existencia. No totalmente Pero fue una novedad muy importante para mí. Alcancé a descubrir ciertos matices subterráneos de mi personalidad. Con Leonor me pudo sentir parte del mundo. Lo aclaro: el noventa por ciento de mi transformación se debió a la manera con que ella supo conducir nuestra relación. Incluso nuestra relación íntima no se malogró debido a su tacto y delicadeza. Escasa experiencia sexual tenía yo, emporcada y deslucida por su carácter mercenario. Leonor me enseño a vivir, en suma. Los únicos instantes verdaderamente felices de mi existencia los pasé a su lado y, como digo, gracias a su manera de ser. Lástima no haber podido tener hijos. Esa bendición, no cabe duda, hubiera enriquecido y abierto aún más mi vida. Nuestra vida, para ser preciso.
Confieso que, en las tres décadas que duro nuestro matrimonio, mi propósito permanente, casi exclusivo, consistió, teniendo en cuenta el carácter de nuestras relaciones, en construir una especie de burbuja destinada a contenernos a los dos, donde respirara nuestra felicidad, lo más lejos posible del resto de la gente. En lo que a mi respecta, viví en esa burbuja. Leonor, aunque la compartía con cierta medida, nunca quiso aislarse. Era demasiado abierta, demasiado vital. Necesitaba compartir. Y a mi tal conducta no me vino mal. Leonor fue mi antena a tierra, mi embajadora ante la gente. Solía llamarla, medio en broma y medio en serio, mi “ ministro de relaciones exteriores”. Ella movía la cabeza con un gesto muy suyo y sonreía.
Lo que hasta hoy no he podido explicarme satisfactoriamente es por qué se enamoró de mí. ¿Atracción de los opuestos? Quizás. Además, y lo digo sin vanidad alguna, en mis tiempos fui bastante pintón. ¿La hice feliz?
Me atrevo a contestar afirmativamente. Lo nuestro se caracterizó por el mutuo respeto, por la tolerancia. Las inevitables peleas o discusiones a lo largo de tantos años nunca dejaron huellas. No recuerdo que hayamos tenido esos períodos de rencoroso, malhumorado mutismo comunes en otras parejas. Tras las palabras duras pronto volvía la risa, el dulce reencuentro.
La mayoría de nuestras desaveniencias se originaban en mi amor al orden, a la sujección a determinadas y estables normas de conducta, a mi pretensión de tener siempre cada cosa en su lugar. Leonor, por el contrario, era un poco desordenada. Si tal florero debía estar en determinado lugar, o si para tal ocasión debíamos vestirnos de determinada manera, para citar dos ejemplos, eran cosas que no le preocupaban en absoluto. Ella, sobre todo, amaba la libertad. Yo también, desde luego. Pero tengo el concepto de una libertad ordenada, prudente, respetuosa de las jerarquías. Me espanta una situación anárquica. De ella puede surgir cualquier tipo de desastre. Y esta convicción vale tanto para los desordenes familiares como para los acontecimientos colectivos que afecten a la nación.
Es comprensible, por lo tanto, que su muerte haya sido un golpe demoledor para mi. Me destruyó. Y aunque ha pasado casi una década del hecho infausto, sigue siendo una llaga dolorosa e incurable carcomiendo mi ser, ensombreciendo mis días. Se habla de elaborar un duelo. Yo, lo digo con absoluta sinceridad, no he podio hacerlo. Y juro que lo intenté denodadamente.
Al enorme dolor causado por su partida, se continúa agregando la culpa que siento por la forma en que me comporté durante las últimas horas de su vida.
Cuando los médicos me confirmaron la inminencia del inevitable desenlace, sólo atiné a huir, incapaz de afrontar el instante espantoso de su muerte.
La dejé, ya inconsciente, acompañada por unos familiares, y partí, desesperado.
Y entonces... y entonces realicé el acto más repudiable de mi existencia.
Concurrí a mi peluquería habitual y me hice cortar el cabello. ¡Eso hice mientras Leonor agonizaba! ¿Soy un monstruo con apariencia de cordero?
¿Mi insensibilidad pudo alcanzar tales niveles? Sin embargo en esos instantes me atenazaba un dolor que nunca había sentido. Jamás. Ni cuando fallecieron mis padres. Después reflexioné mucho para encontrar los motivos profundos que impulsaron mi actitud. Y la única explicación valedera es que, en esos instantes cruciales, a partir de los cuales mi vida cambiaría por completo, con la desgracia poseyéndome sin remisión, únicamente quise realizar un acto común y habitual, un acto capaz de restaurar la normalidad aniquilada, de reinstalar la presencia serena y fecunda de lo cotidiano. En tanto me cortaban el pelo, Leonor estaría en casa esperándome, realizando sus tareas habituales. Curiosas conductas humanas....
Pero hasta hoy constituye otra dolorosa espina hincada en mi espíritu. Sé que quienes posteriormente se enteraron del hecho me han criticado con dureza. tiene razón. Aunque...
Me he dejado llevar otra vez por mis recuerdos y emociones, he repetido el soliloquio angustiado que parece haberse instalado definitivamente en mi ánimo. Pero debo ducharme y preparar mi más que frugal cena: té con leche acompañado por los consabidos grisines. Bajo ninguna circunstancia modifico este hábito. Torno del baño y repito la ceremonia matinal: pongo la pava en el fuego para hacer hervir el agua y mientras ello ocurre traigo la taz con el correspondiente platillo, le coloco el saquito de té, sola modificación, y agrego una cucharada de leche en polvo, arrimo la canastilla con los grisines y el frasco de edulcorante y luego tomo la comida despacio, pensando en Leonor. Una vez terminada la colación lavo la vajilla y la guardo en su lugar.
No tengo deseos de ver televisión. Arrellanado en un sillón de la sala intento leer un rato. Tampoco con la lectura puedo vencer mi apatía. Me duele el cuerpo. Hay un olor a tristeza en el aire quieto. Continúa el calor. Lamento que la tormenta de esta tarde se haya disipado. Amo la lluvia. Me gusta oír el rumor del agua cayendo. Obra como un dulce sedante, aquieta sin falta las perturbaciones de mi corazón. Hoy hubiera sido muy bien recibida. No pudo ser.
La luz de la lámpara de pie ubicada a mi costado remarca suavemente los perfiles de la pieza. Apoyo el mentón sobre las manos entrelazadas y miro sin ver alrededor.
El silencio se adensa, la soledad se inclina sobre mi. Nada pasa, nada pasará. Evoco días luminosos amando a Leonor, cuando la esperanza tenía un sentido, cuando su presencia me daba alas. Ahora apenas soy un viejo melancólico, acosado por un quemante mal de ausencias. En mi garganta va creciendo, solapado, un sollozo. No tiene sentido seguir aquí. Prefiero acostarme. Quizás el bendito sueño llegue para darme unas horas de paz.
En el dormitorio me desvisto y, tras doblar y acomodar en el placard mi ropa, me acuesto. No me cubro con la sábana. Apago enseguida el velador. Una risa estridente, llegada desde la calle, parece abrir una brecha de claridad en las sombras que me rodean. Cruzo las manos sobre el pecho y extiendo cuanto puedo mi cuerpo, con los pies juntos. ¿Así yaceré un día?
Ojalá no tarde. En ocasiones he pensado en apresurar voluntariamente mi fin. No descarto hacerlo. Es posible que entonces me reúna en algún lugar con Leonor, aunque mi incredulidad rechaza ese posible albur. De lo que sí no tengo dudas es que arribaré al silencio definitivo, al total olvido.


lo que faltaba ....